En aymara, tantawawa quiere decir niño de pan: tanta, pan, y wawa, niño. Frente a la tumba de su suegro, Rene termina de colocar los tantawawas, y otros panes con formas de escaleras y caballos, junto a varios tipos de frutas, guirnaldas, flores y banderines. Pequeñas obras de arte que construyen una instalación artístico-culinaria en homenaje al difunto. “La costumbre es venir a la tumba durante los tres primeros años, pero acá nos tiene nomás, ya por el quinto. Es que mi suegro era un hombre muy querido. Además, es un día para rezar y reencontrarnos con todos nuestros difuntos, con nuestros ancestros. Es muy importante porque también nos conectamos con la cultura de nuestra tierra”, explica Rene y me convida una tutuma repleta de chicha que viene circulando de mano en mano entre sus familiares. Mientras alimenta a su papagayo Lorenzo -la mascota familiar que acompaña el festejo desde la lápida del difunto suegro-, Rene me cuenta que en su Cochabamba natal, los tres primeros días de noviembre son feriados, y después del mediodía del 2, las familias visitan los cementerios y rezan frente a las tumbas a cambio de panes y bebida. “Ya tiene su chicha, ¿ahora va a rezar por las escaleras o las tantawawas?”

Día de los Difuntos, Día de los Muertos, Día de todos los Santos o Aya Markay Quilla. Si hace menos de 30 años era en nuestras ciudades visita obligada al cementerio, hoy es tal vez liturgia silenciosa de algunos creyentes. Y pese a que por estas pampas la fiesta había quedado casi en el olvido, la multitudinaria demostración de los migrantes bolivianos y peruanos la ha resucitado definitivamente. Ya es casi el mediodía del 2 de noviembre, y luego de un diluvio de proporciones bíblicas, cientos de familias comienzan a poblar el cementerio del Bajo Flores. La idea de reciprocidad e intercambio, que circula en los Andes desde tiempos preincaicos, se comienza a materializar en las de mesas que se arman sobre las tumbas de los seres queridos. Lechón, frutas, panes y un abrillantado maíz inflado le empiezan a dar sabor a la tarde.

Es un tiempo difuso que germina abrazos entre la vida y la muerte. Las voces de la tradición marcan que el regreso del ser querido se da exactamente a las 12 del mediodía. Y aunque haya nacido en la ciudad boliviana de Sucre, la llegada puntual de nuestro agasajado parece guardar estrictas normas de etiqueta británica. Para sus familiares, el regreso del alma de Manuel no será tan eterno como su desaparición física, sino que se limitará a las próximas 24 horas; tiempo algo acotado, pero suficiente para compartir sus platos favoritos y algunas caricias con sus hijos y amigos, hasta que el festejo concluya en un multitudinario picnic comunitario en el cementerio del Bajo Flores.

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Varios historiadores y antropólogos explican que en el territorio andino, desde tiempos inmemoriales, las comunidades aymaras y quechuas celebran la fiesta de los muertos. Las historias cuentan que durante los festejos, los comunarios solían llevar en andas el esqueleto del Inca. Con la llegada de los españoles, más por la fuerza que por la razón, la fiesta se terminó acoplando a la celebración católica de Todos los Santos. Según la tradición andina, durante los dos primeros días de noviembre, las almas de los difuntos vuelven para abastecerse de lo que preparan los vivos después de un período de restricciones, y en recompensa, ofrecerán sus dones para lograr una abundante cosecha. “Cerca a la fiesta de Todos los Santos comienza el tiempo denominado como tiempo femenino de jallupacha, o tiempo de las lluvias. Las personas mayores del altiplano dicen que los ajayus (almas) de los muertos son quienes estarán encargados de transportar las lluvias que requieren los campos para dar sus frutos. Por eso la celebración tiene una fuerte raíz agrícola, lo alucinante es ver como se resignifica esa costumbre en las grandes ciudades, y a miles de kilómetros de donde nacieron”, me explica el investigador chileno Pablo Mardones, cuando caminamos junto a la antropóloga Brenda Canelo por una de las arterias del cementerio.

Mientras conversamos, el camposanto de Flores empieza a transformarse en un el centro neurálgico que concentra miles de migrantes andinos que radican en la Capital y el Conurbano bonaerense. Cuentan que en los años anteriores, la policía perseguía a las familias que llegaban al cementerio cargados con viandas, cajones de cerveza e instrumentos musicales. La tormenta y el culebrón por el pago a los efectivos de la Federal han liberado el camposanto este año de la molesta custodia policial, pero no así de las quejas de algunos avinagrados chupasirios. En la administración del cementerio dicen que varias personas han venido a quejarse por “la actitud de los bolitas”. Cerca del paroxismo, algunos visitantes dicen que viven una suerte de invasión que no respeta las tradiciones de un cementerio católico apostólico y romano. “Los usos y las representaciones de los espacios públicos, como los cementerios, no son neutros, sino que expresan procesos históricos y culturales que instituyeron a algunos de ellos como la norma legítima, mientras que otros fueron señalados como anómalos. Lo interesante es que en estos últimos años, el número de personas que participan de estas prácticas fúnebres ha tenido un importante crecimiento. Las experiencias que realizan los migrantes andinos, que expresan formas diversas de entender y usar este espacio, son prácticas que nos ayudan a desnaturalizar aquellas que suelen ser consideradas como las únicas apropiadas para este ámbito: el silencio, el retraimiento individual y la solemnidad”, sentencia Canelo mientras los sonidos de tarq´as, sikus y trompetas empiezan a musicalizar el ambiente.

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“Acá tiene las escaleras y mándese la chicha, amigo”, recomienda Rene y me pasa la obra de arte forjada con harina, luego de haber cumplido con mi parte del intercambio: tres padrenuestros con lagunas intermedias y la ayuda fundamental de la mujer del finado para terminarlos. Rene me explica que cada departamento de Bolivia tiene su secreto para preparar los panes, y que en su Cochabamba natal recomiendan amasar usando muy poca levadura, para que las figuras no pierdan sus formas originales. “Dicen que las almas vuelven en forma de tantawawas, los caballos son su transporte y las coronas de pan garantizan su alimento y salud”, confiesa Rene antes de despedirnos. Las escaleras que intercambié por los rezos son para poder subir y bajar del cielo.

Mantras en aymara 

La imagen parece sacada de una película de Kusturica. Los cinco músicos detienen su peregrinar entre los pequeños senderos que separan las tumbas. El hombre de la trompeta se acerca a una mujer que acomoda frutas y panes sobre un aguayo que cubre una sepultura, y le pregunta: 

– ¿Qué le gusta a la criatura?

La mujer hace una pausa mirando la cruz, y como tomando envión, susurra en voz muy baja:

– No sé, si meses tenía apenas.

– ¡Tocaremos morenada, pues!

Y las trompetas, el redoblante y el bombo tatuado con la inscripción Central Imperio en colores verdes, rojos y amarillos estallan en una melodía alegre y dulzona. “Tocamos en todos los Santos desde hace años. Algunas bandas tocan por tantawawas o a voluntad, pero nosotros cobramos unos pesitos por tres temas. Estamos juntando para grabar un demo, queremos dejar el trabajo en textil y dedicarnos a la música, progresar”, dice Gustavo mientras lubrica su garganta con un vaso de cerveza. La mujer de la tumba me invita con unos panes y cuenta que vino de Bolivia hace diez años. Allá vivía en la villa imperial de Potosí, y ahora vive a pocas cuadras del cementerio, en la multicultural villa 1-11-14. Hoy vino con sus comadres a rezar por su angelito. La mujer pide un huainito a los de la banda y comienza a recitar avemarías como si fueran mantras en aymara. 

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“Es una celebración de un fuerte sentido vital y festivo antes que solemne. Porque aunque estemos hablando de separaciones físicas definitivas, y acá también hay que tener en cuenta el tema de la nostalgia por tu lugar de origen, en verdad se cree que los difuntos no se fueron, sino que las almas retornan y están presentes”, me explica el periodista Guillermo Mamani, director del periódico Renacer Bolivia, sobre el sentido vitalista que guarda el festejo para las familias que han migrado a la Argentina buscando alternativas para ganarse el pan. Guillermo camina con su madre y su hermano hacia un pequeño muro forrado con lirios, claveles y decenas de velas encendidas en la parte más profunda del cementerio, frente a los fríos nichos de mármol. Es el improvisado altar para los que no pueden viajar a sus pueblos de origen para cumplir con sus difuntos. Hay rezos colectivos y algunas familias pijchan hojas de coca. Seis o siete pibes soplan en sus tarq´as una milenaria melodía acompañados por un bombo. Los pibes humedecen las flautas en agua antes de entonar la tarqueada. Guillermo me dice que si presto atención, voy a poder ver el llanto de las tarq´as.

La última morenada

Con la ayuda de sus hijos, Lidia carga unos bultos hasta la tumba de Manuel. “Ayer compartimos con toda la familia este reencuentro, y hasta las dos de la mañana hemos pasado jugando al truco y la loba”, dice mientras acomoda cuatro floreros repletos de crisantemos, calas y lirios sobre la sepultura de su marido. “Es difícil porque es todo muy reciente, y mi papá es el primer familiar que muere lejos de Bolivia. Había muchas cosas que no sabíamos cómo hacerlas, pero los compadres y comadres nos ayudaron harto. Y de acá en más, todos los años estaremos, porque el alma de mi papá va a estar esperando nuestra visita”, explica una de las hijas. Un cura de abarcas y estola hecha con aguayos ofrece una oración por el buen retorno del alma del difunto. Los familiares y amigos se turnan para ch´allar la sepultura con raciones de espumante cerveza y conversan tejiendo un patchwork con los retazos de la vida de Manuel.

A esta altura de la tarde, el cementerio desborda de sonidos y parece que la fiesta está dando sus primeros pasos. “Cuando me muera / qué me voy a llevar / Voy a seguir bailando…”, susurra la familia cuando las trompetas hacen estallar el ritmo conocido frente a la tumba. El hijo de Manuel me cuenta que su papá fue el fundador de una de las fraternidades de músicos y bailarines bolivianos más importante de Buenos Aires. Manuel quería que lo despidieran tocando morenada.