El debate por la urgente legalización del aborto está sacando lo mejor de los políticos argentinos. Por ejemplo, su capacidad creativa para inventar propuestas inverosímiles con tal de impedir un derecho por el que muchas mujeres pelean aquí desde hace décadas.

Al mejor estilo de una película de terror, o de la famosa novela y serie El cuento de la criada, la diputada oficialista Marcela Campagnoli propuso que las mujeres continúen con sus embarazos hasta la semana 20, para después sacarles el feto, mantenerlos en una incubadora y finalmente darlos en adopción. Ora sí que tiene todo bien organizado, sólo se olvidó del pequeño detalle de que está hablando de mujeres, o sea personas, no objetos. Hay que tener cero empatía ya no digamos humana, por lo menos de género, para querer obligarlas a continuar con embarazos no deseados y pensar en sus cuerpos como meros recipientes. Y ni hablar de la espeluznante imagen de miles y miles de fetos en incubadoras.

Si de empatía se trata, no hay que olvidar a otra mujer, la diputada María Emilia Soria, del Frente para la Victoria, quien con altos grados de sensibilidad propuso la creación de un «Registro para la inscripción de defunciones fetales» que implicaría registrar con nombre, apellido, sexo y edad gestacional a los fetos que mueren sin importar las causas. Si se aprobara la iniciativa, tendríamos casos, por ejemplo, como el de una mujer que quedó embarazada por una violación y que hoy ya tiene derecho a un aborto despenalizado, pero que, en medio de una situación traumatizante, además debe ponerse a pensar en el nombre de un hijo que no quiere tener. Cuánta perversidad disfrazada de buenas intenciones, ¿no?

Pero antes que Soria ya lo había anticipado el senador Esteban Bullrich: «Un embrión es un argentino con derechos». Cuesta creer que este informático (es licenciado en Sistemas) haya sido ministro de Educación y el flamante ganador de las elecciones legislativas del año pasado, y que no sepa las diferencias entre embrión, feto y bebé, ni que los derechos jurídicos comienzan cuando la persona nace, no antes. Es el típico caso del político que no puede hacer a un lado sus creencias religiosas (son muchos) y que cada tanto, sin importar el tema del que se trate, hace uso impune y flagrante de su ignorancia.

Otro que se puso creativo fue el jefe de la bancada del PRO en la Cámara de Diputados, Nicolás Massot. Al explicar su oposición al aborto legal, propuso penalizar no sólo a la madre, sino también al padre. Qué bueno que puso el foco en la figura masculina (siempre ausente en estos casos porque la responsabilidad del uso de métodos anticonceptivos se suele achacar a las mujeres), pero lo que no entiende es que la batalla es por despenalizar y reconocer un derecho, no para aumentar las condenas ni los condenados.

Como una de las principales e históricas opositoras a este derecho es la Iglesia Católica, no deja de ser paradójico que en estos días la Conferencia Episcopal Argentina haya informado que entregará a la Justicia el registro de los bautismos de 127 bebés nacidos en la Escuela de Mecánica de la Armada durante la dictadura. Es difícil entender que condenen a las mujeres que abortan de manera voluntaria (muchas de las cuales no son católicas y, por lo tanto, no están obligadas a obedecer leyes de una religión que no es la suya) y que, al mismo tiempo, hayan justificado y apoyado la instalación de maternidades clandestinas en centros de represión en donde mujeres embarazadas eran torturadas y, después de parir, asesinadas, y sus hijos apropiados por criminales de lesa humanidad bendecidos por curas colaboracionistas. Qué raras escalas de valores.

Lo bueno de todas las barbaridades que se vienen diciendo en torno al aborto es que, como pasó con el matrimonio igualitario, capaz hay personas que se terminan convenciendo de que es mejor legalizarlo, porque cada vez queda más claro que no es cierto que quienes se oponen a la interrupción legal del embarazo estén «a favor de la vida». Lo que defienden es el aborto clandestino. Esa es la verdadera disyuntiva. Seguimos. «