Hugo Cardozo, el sobreviviente que habla. «Dormir es todo un tema –empieza–, mi señora que me conoce me tiene que bancar 25 millones de vueltas en la cama hasta que me duermo. Todavía hoy, que ya pasaron 45 años, siento los olores, la desesperación. Te puedo hablar de lo que pasó ese día como si hubiera sido ayer mismo, del momento en que me desperté después de tres horas y me tuve que sacar de encima los cuerpos que habían caído encima mío. Me acuerdo de todo, del hollín, de los gritos de los que se quemaban vivos, de la pila impresionante de cadáveres».

El 14 de marzo de 1978, en el pabellón séptimo de la cárcel de Villa Devoto, ocurrió la represión más feroz de la historia carcelaria argentina. La masacre (que durante tantos años fue distorsionada como «motín») provocó, según el conteo oficial, 65 muertos. Todos presos comunes, casi ninguno con condena firme, muchos detenidos en «razzias» policiales por tener un «porro» encima, entre otros delitos menores.

«Fue una lucha no sólo judicial, también social. Porque al tratarse de presos comunes y no políticos, no fueron vistos como víctimas. La dictadura se apuró a aclarar que los muertos no habían sido en el pabellón de subversivos porque faltaban dos meses para el comienzo del mundial y había muchas denuncias. Los ojos del mundo estaban puestos en Argentina. Esa falta de importancia que tuvo el hecho para la propia dictadura también se replicó en una parte de la sociedad. Esa indiferencia se prolongó durante muchos años», explica Claudia Cesaroni, abogada y autora de Masacre en el Pabellón Séptimo, el libro que contó «la matanza más brutal (y hasta entonces impune) sucedida en una cárcel argentina».

Como patos

Cerca de las ocho de la mañana de aquel 14 de marzo una tropa desmesurada de agentes del Servicio Penitenciario Federal (SPF) ingresó al pabellón séptimo para escarmentar el atrevimiento de la noche anterior: el «Pato» Tolosa, un preso veterano, se había negado a obedecer la orden de apagar el televisor del comedor.

Los palos, las cadenas y los fierros delataban el ánimo de los penitenciarios. Los presos alcanzados fueron puestos de rodillas o arrojados al piso para concretar la paliza. No duró mucho. Los guardias debieron replegarse hasta la «pasarela» (el pasillo que da a los ingresos de los pabellones) porque el resto de la población carcelaria había empezado a organizar la defensa. La nueva venganza de los uniformados fue disparar a matar.

Según el relato de Cardozo, los presos se defendieron arrojando pilas, papas y lo que fuera que tuvieran a mano. Pronto se dieron cuenta de que los estaban «cazando como patos» y pusieron los colchones de sus camas en las rejas para dejar de ser un blanco fácil. Aunque la versión del SPF culpó desde siempre a los presos por el incendio, Cardozo jura que vio a uno de los guardias patear un bidón de queroseno hacia los colchones. Después, sólo hubo oscuridad y muerte.

«El pabellón séptimo –describe Cesaroni en un hilo de Twitter– se convirtió en el infierno mismo, un infierno sin escapatoria: el personal penitenciario no intentó apagar el fuego, y siguió disparando a las personas que estaban dentro. Quienes, desesperados, se asomaban a las ventanas del pabellón, fueron asesinados. Fuera de la cárcel estaban los bomberos, pero no los dejaron entrar. El fuego se apagó solo, dejando decenas de cadáveres calcinados. Los sobrevivientes salieron a duras penas, pasando entre una doble fila de penitenciarios que les pegaban sobre los cuerpos dolientes».

La masacre, nombrada convenientemente «El motín de los colchones» tuvo una causa judicial que sólo se concentró en la versión construida por el SPF: los presos habían sido los responsables de sus espantosas muertes en un intento de fuga. El expediente, sin más, se archivó.

Largar lo que se lleva adentro

En agosto de 2014, la Sala I de la Cámara de Apelaciones determinó que la causa debía reabrirse y los hechos debían ser juzgados como delitos de lesa humanidad, ya que habían sido cometidos por agentes de una fuerza estatal. Un año antes, Cesaroni y Cardozo habían iniciado la cruzada al presentarse en el Juzgado Federal N° 3 de Daniel Rafecas, a cargo de todas las causas del Primer Cuerpo de Ejército (del que dependía la cárcel de Devoto), lo que finalmente derivó en las detenciones de cuatro ex guardiacárceles.
«Estoy esperando el juicio –dice Cardozo– porque hasta que no se haga justicia no voy a poder largar lo que llevo adentro. Por el hecho de sobrevivir, me cargué la responsabilidad de ser la voz de los que no tuvieron la misma suerte. Este juicio es el reclamo y la esperanza de todos mis compañeros muertos». «

El amigo del Indio que tocó con Federico Moura

Se calcula que durante aquella jornada trágica, en el pabellón séptimo de la cárcel de Villa Devoto había unos 160 presos, de los cuales tres estaban en disposición del Poder Ejecutivo Nacional (PEN). Uno de ellos era Luis María Canosa, el mismo de la canción «Toxi-Taxi» de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota: «Un sueño con Luis María, muerto cuando me decía, cada día veo menos, cada día veo menos, cada día veo menos, creo, menos mal».
Canosa era de La Plata (de ahí la amistad con el Indio Solari) y cantaba en la banda local Dulcemembriyo, cuyo bajista era Federico Moura, luego líder de Virus.

El hijo de Luis María, Javier Canosa, es abogado y representó a Hugo Cardozo en la demanda civil contra el Estado en reclamo de una reparación económica, pero la Justicia lo rechazó porque el tiempo de la presentación había caducado. En tanto, el Indio Solari retomó el homenaje a las víctimas de la masacre en su tema «Pabellón Séptimo (Relato de Horacio)», que está presente en su primer disco solista El tesoro de los inocentes.