Hay una escena de la entrañable película Esperando la carroza (1985, dirección de Alejandro Doria) que razonablemente integra la mejor antología de lo esencial y doloroso argentino llevado al cine. La cosa es más o menos así. El personaje de Antonio Musicardi (Luis Brandoni) sale de una casa con paso vivaz, entra a un auto y le dice a su hermano Sergio (Juan Manuel Tenuta):

-¡Qué miseria, che!¡Qué miseria!.¿Sabés lo que tenían para comer?…Empanadas…Tres…Me partieron el alma. Tres empanadas que le sobraron de ayer, para dos personas.

Eso afirma Musicardi, solo presuntamente condolido porque una de las tres empanadas se la está manducando él.

En un marco en que la filosofía de la desaprensión y el desprecio por la inexistencia del prójimo como cercano imprescindible están a la orden del día(del mes, del año) tengo para mí que la Argentina actual está cruelmente sometida al «Efecto tres empanadas». Así califico a esta «pobreza de autor» que nos acomete y limita. En casi todos los rubros, la fuente con empanadas es cada vez más pequeña y lo que hay en ella no alcanza para saciar a tantos comensales.

El «Efecto tres empanadas» no es el rascar el fondo de la olla; no es la acuciante pregunta «¿Dónde hay un mango,Viejo Gómez?»; no es «lo que hay»; no es el «lo atamo con alambre». Es todo eso, junto, y bastante más. Es la consecuencia de un posibilismo aciago y fulero que, primero que nada, trata de hacernos creer que no necesitamos nada de lo que teníamos hasta el 2015. Un chiste que circuló en las redes sociales ilustra de modo impecable esta política de supresiones y carencias: «De haber vivido en la Argentina, el científico Stephen Hawkins (que falleció esta semana), moría luego de ser despedido del CONICET, con la pensión por discapacidad suspendida y con un informe en su contra en el programa Animales sueltos». Este efecto al que me refiero es el achicamiento en todos los órdenes, es la inmovilidad, es condenarnos mientras dure el endeudamiento a cien años a aceptar que lo que nos corresponde es vivir en la precariedad, es admitir que somos una manga de giles por no darnos cuenta de que hay un crecimiento y que es invisible. O es esa simulación que el personaje de Brandoni trata de instalar acerca de sus familiares: el argumento de la «pobreza digna».

Entre el «no se puede» y los despidos; entre los retiros involuntarios y la caída de proyectos valiosos que mucho costaron construir y quien sabe cuánto costarán reponer, nuestro futuro se calza el traje de un presente aciago y desconsolador. Eso sí: mientras, un grupito de iluminados negociantes, después de haber manoteado las dos últimas empanadas que quedaban y a punto de pegarles el mordisco final, nos aconseja: «Ustedes, quédense esperando la carroza, que a lo mejor alguna vez pasa, tal vez les para y quizás puedan subir. Eso sí, chichipíos,lleven la SUBE.» O peor todavía, volviendo dramáticamente propias otras palabras de Antonio Musicardi en la película:

-Dios mío… ¡qué poco se puede hacer por la gente! Lo único que se puede hacer es no pensar. <