«No hay mucho por hacer. Lleva una semana internada. Los glóbulos blancos volvieron a subir. El cuerpo no responde a los antibióticos. La función renal está muy mal. Nosotros proponemos que no se haga nada invasivo, solo sedarla”.

El médico, joven y delgado, estaba vestido con su ambo blanco abotonado. Dijo toda la frase de corrido, no hubo ningún cambio en su tono de voz. Sus pupilas, detrás de los lentes, tampoco mostraron algún destello emocional. Me acababa de anunciar que la paciente se iba a morir.

Estábamos en el hall de entrada de la habitación. Había un sillón de tres cuerpos, forrado en cuero blanco, y una silla de madera que hacía juego. Unos pasos más allá, al pasar una arcada, estaba la paciente, acostada en la cama ortopédica, con el torso a medio sentar. Dormía y tenía una vía insertada en el cuello para que pasaran los medicamentos. 

Ocho días antes se había internado en el sanatorio con un cuadro de infección avanzado, un principio de septicemia. No era la primera vez que ocurría. En las otras ocasiones, los antibióticos endovenosos habían controlado la situación, ahora no ocurría lo mismo.

–Para nosotros, lo más importante es que no sufra más –le dije al médico.

–Estamos de acuerdo, entonces.

–¿Y qué es lo que van a hacer?

–Sedarla. Le pasamos un suero con morfina y se quedará dormida.

–¿Puede volver a despertar?

–Sí, pero lo más probable es que no lo haga.

–¿Y cuándo sería?

–Lo haríamos esta noche.

Sentí que no podía respirar.   

–¿No podemos esperar un poco más?.

–Hoy es sábado –respondió el médico, sin que su tono de voz o su mirada cambiaran–. Esperemos al lunes.

Pensé que cuando el suero con morfina comenzara a correr por el torrente sanguíneo de la paciente, ella de alguna manera se iriá. Una parte de su ser, la que puede interactuar con los demás, dejaría de existir. El suero la trasladaría a un estado intermedio, una escala entre la vida y la muerte, un ciclo de transición.

Durante ese fin de semana, varios amigos venían a visitarme al sanatorio para que saliera. Cada vez que dejaba la habitación para tomar un café en el bar de la esquina tenía el mismo pensamiento: yo puedo salir y la paciente no. Ella está atrapada en su cuerpo, sumergida en el mareo de los antibióticos, los calmantes, los rescates de morfina.

La paciente por momentos despertaba. “Me muero –dijo una vez–, me muero”. En otra ocasión me pidió que la lleve a su casa, que le saque las heridas, como si pudiera hacerlo con mis manos. Le contesté que en un rato nos íbamos a casa, que estaba preparando todo. “Me quiero ir”, dijo, en otro instante, y luego estiró la mano y señaló el techo o el cielo. Tuve la percepción de que hablaba de irse, pero no a su casa.

Me arrepentí de haberle pedido al médico 48 horas más para ver si la septicemia cedía, si algún milagro se colaba por la ventana de la habitación, que estaba a pocos metros de la cama. Estirar la vida puede ser una crueldad.

El lunes, al mediodía, en un momento en que la paciente estaba dormida, con su hermana sentada a su lado y mientras yo había salido unos minutos con mi compañera, una enfermera entró en la habitación. La joven se paró junto a la cama. Retiró varios de los sueros que colgaban de un pie y colocó uno nuevo. Era un solo envase blando con el líquido de la sedación.  

La última noche dormí en un sillón a pocos metros de la cama de la paciente. El suero con la morfina ya había hecho efecto. La expresión de su cara era plácida. Respiraba profundo y de manera espaciada, cada inspiración y exhalación estaban muy separadas.

Cada tanto me levantaba y le daba un beso a la paciente, en la frente, en el hombro. Le dije mil veces que la amaba. Era como si quisiera reparar todas las ocasiones en las que había guardado esa palabra dentro de mí. 

Al día siguiente su respiración cambió. Se volvió entrecortada y más agitada, aunque su expresión seguía siendo plácida. Pasó la mañana, el mediodía, y a las 16:25 del martes 29 de marzo de 2022, la paciente, mi mamá, Ana Jusid, liberó su último suspiro. Fue un momento suave: la llama tenue de una vela que un soplo termina de apagar y deja un hilo de humo azulado en el aire.

A los pocos minutos de su partida, invadió mis pensamientos un pantallazo de sus vivencias. Salió de la Argentina al terminar el secundario para estudiar durante seis años en la Unión Soviética, en la universidad Patricio Lumumba, para estudiantes del tercer mundo y donde se conoció con mi padre. Luego viajó a Chile para trabajar en el gobierno de Salvador Allende por el sueño de la revolución en libertad. Llegó el golpe de Augusto Pinochet. Volvió a la Argentina. Nació su hijo. La Triple A estaba en el poder. Se exilió antes del golpe de 1976 –con mi padre y conmigo– porque los argentinos que habían salido de Chile luego del 11 de septiembre estaban marcados como “rojos”. Vivió en Ecuador, después en el maravilloso México, en la Villa Olímpica. Regresó con su hijo a la Argentina con la restauración de la democracia y volvió a empezar de cero. Escribió libros, obras de teatro, enseñó en universidades. Como muchos de los miembros de esa generación, tuvo una vida que parece varias vidas a la vez.

Me senté en el sillón del hall de ingreso a la habitación, mientras las lágrimas desbordaban mis ojos. Busqué en mi teléfono una foto vieja de mi mamá, tomada de una foto impresa. La imagen es de algún momento de finales de la década de 1960. Era invierno en Moscú. Mi mamá estaba sentada en el banco de madera de una plaza. La nieve cubría el suelo y las copas de los árboles. Ella debía tener unos 24 años. Estaba vestida con gamulán, bufanda clara, cartera tejida, una vincha le tiraba el pelo hacia atrás. Tenía una sonrisa suave en los labios. Miraba  el horizonte con cierta ensoñación.

Cerré los ojos y aparecí en esa plaza nevada de Moscú. Soplaba un viento frío y seco. Había grupos de personas hablando entre sí, vestidas con abrigos gruesos. Estaba parado al lado de mi mamá. Me senté en el banco junto a ella. Le acaricié la cabeza con una mano. Ella me miró y no dijo nada. Volvió a dirigir la vista hacia adelante. Miré en el mismo sentido y, entonces, por fin, pude ver lo que mi mamá observaba, allá, a lo lejos: era la extraordinaria vida que tenía por delante.  «