La infancia tiene sus propios trucos de supervivencia para estar presente durante  toda la vida. Uno de ellos es el de ir encendiendo pasiones que parecen inexplicables en la adultez, pero que pertenecen a la gran fogata de la infancia de la que aún sobreviven unos fueguitos que abrigan, con modestia tibieza, el invierno permanente de la vida adulta.

En quienes nacimos en una época en que el mundo digital no era siquiera una sospecha en nuestras vidas, suele instalarse un deslumbramiento infantil ante la visión de artículos de librería. Papeles. Lápices de punta negra e inaccesibles cajas de lápices de colores a los que en la niñez llamábamos “pinturitas”. Gomas de borrar blandas que siempre dejaban alguna huella de grafito rebelde que se resistía a la desaparición completa de la escritura. Gomas de borrar duras que desafiaban el empecinamiento de la tinta incluso quitándole al papel  su tersura para hacerle revelar su aspereza escondida, una suerte de piedra pómez invertida que a través de la frotación marchitaba la suavidad de una piel lozana. Cuadernos rayados, con líneas como estantes para colocar palabras; cuadriculados para atraparlas como cardúmenes  y lisos para desentenderse de ellas y dejarlas, por fin, libradas a su propio destino. Blocks desorientados desde que ya no se los usa para dibujar volutas distraídas mientras hablamos por el teléfono fijo, porque el aparado cambió su forma  y su función y eligió el nomadismo.  Abrochadoras de ganchitos plateados, casamenteras promiscuas que celebran bodas múltiples entre hojas solitarias. Plumas fuente, lapiceras en cuya punta metálica sobrevive la armadura medieval en custodia  del relicario que contiene la tinta que jamás se seca, milagro de licuefacción como el de la sangre de San Genaro. Biromes, lapiceras que se compran para perderlas, deslucidas asistentes de lo que se anota de apuro en un papelito suelto que, como casi todo, también está destinado a perderse.

De todos los artículos de librería, quizá el que mayor deslumbramiento produce es la libreta, sustituto adulto del cuaderno de clase de la escuela primaria. Y, entre todas ellas, sobresale la que se cierra con un elástico, elemento que cruza la encuadernación con la lencería, porque también las palabras pueden convertirse, de pronto, en prendas íntimas y mostrarnos casi desnudos.

Nos tientan desde la vidriera de la librería aun cuando no sepamos qué escribiríamos en ellas o ya hayamos sucumbido tantas veces a la tentación que comienzan a acumularse, intactas, en los cajones,  tal es el miedo reverencial que nos produce arruinar con nuestra torpeza su primera página impoluta.  Ya surgirá, nos engañamos, la palabra que esté a su altura  y sabremos reconocerla de inmediato. Mientras tanto redescubrirlas en algún cajón nos procura la fantasía de un futuro prodigiosamente caligráfico en el que, por fin, las palabras perfectas se revelarán ante nosotros como un mensaje de los dioses de la escritura. 

Una libreta sin estrenar vuelve a ser la víspera de lo maravilloso, igual que el cuaderno de clase que, a fuerza de una grafología inversa, haría nuestra vida más hermosa partir de la belleza de los trazos, una vida pasada en limpio, sin los titubeos del borrador ni las tachaduras del arrepentimiento. No conozco a nadie de mi generación que no haya sentido ese temblor casi místico al comenzar un cuaderno de clase, ni que no se haya propuesto mantener esa prolijidad inaugural hasta el final. Claro que al día siguiente las puntas de las páginas comenzaba a arquearse, un manchón de tinta brotaba como una flor del mal y el virus de la desprolijidad comenzaba a contagiar a todas las hojas. Sin embargo, en aquella época el tiempo era tan largo y pasaba tan lento que permitía mantener la ilusión de que era posible vivir en borrador para pasar luego la vida a una pulcra versión definitiva. 

Quizá la compra de cada libreta reavive esa esperanza. Tal vez la página en blanco sea siempre no sólo la posibilidad de una historia por escribir, sino también una tabula rasa que potencialmente contenga todas las historias y que no nos obligue a renunciar a ninguna. Antes de estampar la primera palabra tenemos aún la ocasión de ser a la vez una periodista sedentaria y una aventurera viajera, de volver a descubrir Troya y de matar el tiempo haciendo zapping, de ser una diva de teléfono blanco y una esclava de las notificaciones del celular.

Es cierto que hoy hay pantallas de luz que nos ofrecen que escribamos sobre ellas y corrijamos sin dejar huella. La prolijidad se ha vuelto una posibilidad tecnológica que nos hace jugar a escribir sin jugarnos, porque en ellas está abolido lo definitivo.

Soy de las que prefieren las libretas con elástico de lencería. Me gusta guardar bien lo escrito, que nadie tenga que decirme en la cola de la caja del supermercado, “señora, se le cayó una palabra”. No están los tiempos para perder nada, aunque la palabra esté tan devaluada como el peso. Si supiera, escribiría la portada de las libretas en letra gótica, la que utilizaba mi padre en la majestuosa página inicial de mis cuadernos de clase. Una de dos: o, las palabras se elevarían como catedrales o, lo que es más probable,  el contraste del inicio majestuoso con la deslucida performance escrituraria posterior  me ayudaría entender, de una vez por todas, que no hay posibilidad de pasar la vida en limpio. Paradójicamente, soy o somos un borrador definitivo de quien aspiramos ser, un borrador con enmiendas, tachaduras y hasta ignominiosas manchas de café que nos recuerdan que es muy difícil, casi imposible, salir indemne y sin manchones de la perpetua batalla contra lo cotidiano.