De noche, vistas desde el cielo, las luces destacan más que las de cualquier ciudad costera. Una ciudad flotante, o una isla de fulgor insólito. De cerca, la realidad impone su crudeza. Al filo de la Zona Económica Exclusiva (ZEE), una flota de barcos extranjeros –chinos, rusos, españoles– depredan nuestro mar, convirtiendo las redes de pesca en un botín de toneladas y dólares. Un daño sin castigo aparente y con secuelas irreparables.

A principios de marzo, un monitoreo de Greenpeace, a través de imágenes satelitales, reveló la concentración de buques pesqueros en la zona que se conoce como “el agujero azul”, la frontera entre el Mar Argentino y las aguas internacionales.

“Es un corredor biológico muy rico y productivo que atrae a flotas de todo el mundo. Al no existir ningún tipo de regulación o marco legal, la pesca que se realiza es muy intensiva y destructiva”, explica Luisina Vueso, coordinadora de la campaña por la protección del Mar Argentino de Greenpeace.

En detalle, aquel monitoreo de la organización ambiental logró identificar 470 embarcaciones extranjeras, entre las que destacaban cuatro gigantescos buques tanque para la recarga de combustible, y ocho buques frigorífico ocupados en recibir y almacenar las capturas de los pesqueros, para transportarlas al país de destino final. Sin dudas, una industria eficiente en alta mar que goza, además, del privilegio de no someterse a ningún control, pese a incurrir en prácticas no reguladas, actos ilegales e, incluso, violaciones a los Derechos Humanos, por el trabajo esclavo de muchos de sus tripulantes.

“Los barcos –cuenta Vueso– empiezan a llegar en noviembre, y la pesca del calamar o merluza negra arranca en enero y sigue hasta junio. Por eso en estos momentos hay una concentración enorme. Nosotros identificamos casi 500 pesqueros en una superficie de 5000 kilómetros cuadrados, mientras que, dentro de la Zona Económica Exclusiva de un millón de kilómetros cuadrados, no llegamos a contabilizar 200 busques. Eso da una idea de la destrucción que se provoca en la zona”.

La pesca de arrastre es poco selectiva y llega hasta el fondo del mar. Redes del tamaño de una cancha de fútbol arrasan el Atlántico Sur, reemplazando corales, arrecifes y una enorme variedad de especies por un desierto de basura y estrellas de mar muertas. Se espera que este año la Cámara de Diputados dé tratamiento a un proyecto para la creación de un área marítima protegida en la zona, que limite, al fin, la depredación.

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(Foto: Greenpeace)

El descarte

“Nos rasgamos las vestiduras por lo que ocurre más allá de la milla 200, que al tratarse de aguas internacionales no es ilegal, pero primero deberíamos blanquear qué pasa con la pesca en nuestro país. Hay que transformar la cultura del sector. Se naturalizó incumplir la ley”, dice Guillermo Cañete, coordinador del Programa Marino de la Fundación Vida Silvestre Argentina.

Cañete plantea estrategias para minimizar el “descarte”, esa práctica arraigada que desperdicia cantidades exorbitantes de alimento. De acuerdo con los últimos informes disponibles realizados por el Instituto Nacional de Investigación y Desarrollo Pesquero (INIDEP), cada año la industria devuelve al mar más de 110 millones de kilos de merluza en buen estado, porque no son del tamaño ni del valor comercial deseado o, simplemente, porque las bodegas ya están llenas.

“Cuando las capturas son muy grandes, el pescado se aplasta, se estropea, y esa es otra razón para tirarlo, pero sobre todo se trata de una serie de prácticas arraigadas. El buen pescador es el que pesca mucho. Compiten entre ellos, pero sin tener en cuenta la capacidad de procesamiento. Otro dato importante es que la tonelada de langostino cuesta 7000 dólares, contra los 2000 de la merluza. Los tripulantes, que cobran en función de la producción, no quieren ocupar la bodega con un producto de menor valor”, explica el especialista y, lamentándose, agrega: “Hay tantos comedores que necesitan esa proteína animal que aporta el pescado”.  «

Los bombardeos de la exploración petrolera

A la pesca descontrolada en el límite de la Zona Económica Exclusiva se le suma la exploración sísmica de hidrocarburos, más conocida como “bombardeo acústico”, el método que usan las petroleras para saber dónde perforar y extraer en la plataforma submarina. Un solo estudio de esta práctica provoca el ruido suficiente para cubrir un área de más de 300 mil km2 –el equivalente a la superficie de la provincia de Buenos Aires– y tiene la potencia de ocho veces el despegue de un avión. Por si no queda claro, los especialistas de Greenpeace concluyeron que la intensidad del sonido es comparable a las bombas de Hiroshima o Nagasaki. La consecuencia esperable: no solo afectan a los mamíferos, especialmente ballenas y delfines, y a las aves, sino también a las poblaciones de peces (disminuyen la viabilidad y crecimiento del huevo y, en consecuencia, dificultan la reproducción), además de degradar el ecosistema y favorecen el cambio climático.