La reciente invasión rusa de Ucrania y los 40 años del conflicto en el Atlántico Sur son una buena oportunidad para reflexionar sobre un debate recurrente en los estudios internacionales: ¿qué es lo que más condiciona la política exterior de un país periférico como Argentina? ¿Son las dinámicas del sistema internacional –como las implicancias económicas de la guerra en Ucrania o la política monetaria de Estados Unidos- o influyen más los llamados factores “internos”, como la ideología del gobierno de turno o las preferencias de los actores económicos y sociales?

Pongamos el foco en este último factor para pensar el tema Malvinas y la política exterior argentina. En la literatura sobre Análisis de Política Exterior, Andrew Moravcisk es uno de los autores que más resalta el papel central que juegan individuos, empresas, ONGs y otros grupos de interés de la sociedad civil en las decisiones internacionales de un Estado. Según este enfoque, cada vez que un Estado diseña e implementa una política exterior está, en última instancia, representando y expresando los intereses de los actores sociales que mejor lograron presionar para imponer sus preferencias. Ya sea movilizando recursos materiales, simbólicos o humanos, como puede ser una protesta social.

Siguiendo esta lógica, podríamos decir que los grupos de presión de la sociedad civil que existen en Argentina alrededor de la causa Malvinas son muy pocos. Se reducen a veteranos de guerra, algunos militares retirados, intelectuales y académicos. En términos de generación de intereses para la política exterior, esto revela un problema: Argentina no tiene empresarios que se embanderen detrás de la causa por la recuperación de la Islas. En efecto, si mañana Argentina recuperara el control soberano de Malvinas, ¿cuántos sectores del entramado productivo -más precisamente, del establishment económico- se beneficiarían, en el buen sentido, haciendo negocios allí? Probablemente muy pocos, porque la principal actividad económica de las islas es la pesca y Argentina no tiene conglomerados ictícolas nacionales de peso. Según un informe elaborado en 2021 por Ignacio Carciofi, Florencia Merino y Luciano Rossi para el Ministerio de Desarrollo Productivo de la Nación, tan solo dos de las seis principales empresas exportadoras del sector pesquero argentino son de capitales nacionales -Pedro Moscuzza e Hijos y Noblex Argentina-. Las otras cuatro son de capitales españoles.

El problema es aún más grave si consideramos que las limitaciones no son de escala o de acceso a mercados. Argentina exporta más del 90% de su producción pesquera (principalmente merluza), el sector genera más de 20 mil puestos de trabajo y en 2018 se alcanzó un récord histórico en el valor exportado de 2100 millones de dólares. Es decir, fortalecer el desarrollo de un empresariado nacional vinculado a la pesca es crear intereses y preferencias en la sociedad civil que, en última instancia, robustecerían el reclamo argentino por la soberanía de Malvinas.

Dicho esto, otro punto que generó discusión pública en los últimos tiempos fue la pesca ilegal en el límite de la zona económica exclusiva argentina. Según cifras oficiales, Argentina pierde 2500 millones de dólares anuales en mercadería no declarada o pescada de manera ilegal en aguas argentinas. Frente a esto surge otro problema producto de no contar con un empresariado pesquero local importante: sacando el argumento de la “soberanía sobre nuestros recursos”, no hay incentivos económicos para adoptar medidas más asertivas en el control del espacio marítimo, porque no hay actores económicos nacionales que se vean perjudicados. Económicamente hablando, son delitos sin víctimas. Como contrapartida, basta solo imaginar qué sucedería si tuviéramos cientos de camiones extranjeros apostados en los costados de los campos de la zona núcleo cometiendo permanentemente abigeato o llevándose el contenido de las silo-bolsas.

El tercer tema que vincula a la pesca con la política exterior tiene que ver con la disputa global entre China y Estados Unidos. En su última visita al país, el jefe del Comando Sur, Almirante Craig Faller, dejó en claro que el país asiático es una amenaza para Estados Unidos y que la pesca ilegal de barcos chinos “con patrocinio estatal” en el Atlántico Sur es un problema de seguridad regional que, según Faller, “también impacta en Estados Unidos”. Esta consideración ha hecho que el asunto se vuelva prioritario en la relación entre Washington y los países sudamericanos. De hecho, en septiembre de 2020 la Embajada norteamericana en Perú alertó de los daños económicos y ecológicos que podría ocasionar la sobrepesca china en los mares peruanos y otros funcionarios estadounidenses han realizado declaraciones similares en referencia a la actividad de pesqueros chinos en países como Ecuador o Uruguay. Todas estas declaraciones y acciones revelan que la pesca ilegal se ha convertido en un tema de conflicto en el marco de la disputa sino-norteamericana y en una creciente fuente de presiones para los países latinoamericanos. 

En este marco, contar con un conglomerado de compañías pesqueras nacionales de mayor envergadura podría aumentar el margen de maniobra frente a ambas potencias, así como los argumentos para tomar acciones punitivas. La ecuación es la siguiente: si se multiplican los actores perjudicados por la pesca ilegal, resultaría más justificable y legítimo adoptar sanciones contra embarcaciones chinas. Paralelamente, esto también serviría como moneda de cambio para “vincular políticas” con Estados Unidos y que Washington asuma posturas más favorables en cuestiones apremiantes para el país, como las económicas y financieras.