El odio. Hoy es un bar con paredes repletas de símbolos peronistas. Allí, hace muchos años, nunca demasiados, habían pintado «Viva el cáncer». Suelen decir que odiar es más fácil que amar. Y que, por contrapartida, su labor depredadora es mucho más eficaz.

El amor. Hay millones que se aferran a un grito que, como pocas veces, va desde la esperanza al desamparo, del profundo análisis político a la más elemental orfandad. Una súplica que a veces se sustenta en la ilusión, el recuerdo, la felicidad. Que por momentos se siente desgarradora. «Cristina presidenta”, sonaba en el congreso del PJ en el instante en que ella publicaba un manifiesto ratificador de su recurrente mensaje. «Cristina presidenta» gritaba en plena calle un racimo abigarrado y espontáneo, «k» genuinos, azuzados desde el estudio. Ella los percibió. Tal vez haya sido su gesto más trasparente de la noche: entre el dolor y el hastío, giró para dejar de mirar y lanzó la frase: «Es una letanía».

La vida se detiene en una imagen. Volvió a las cámaras. El reportaje es una de las piezas más atrayentes del periodismo. Significa invariablemente un intercambio. Un juego entre dos. El inquisidor tiene el cometido de hurgar en el entrevistado, con mayor o menor densidad, dirigir la temática, provocar climas, consustanciado con el discurso o no. La ley elemental, en esto y en todo, es el respeto (hoy se cumple poco), más allá de la admiración. Pero, siempre, la entrevista es del entrevistado. Cuánto más, si se trata de una estadista única, estridente, golpeada pero plena, erosionada pero en la abundancia de su lucidez.

Esa mujer dirigió la temática con destreza. Tal vez pacto mediante, fue por donde eligió ir. Tiene derecho. Faltaron repreguntas, sí: nos suele ocurrir a quienes transitamos esos caminos, a veces por omisión, otras por torpeza. En la charla no fue esa Cristina que bombardea temáticas, títulos, revelaciones a granel. Pero dijo, siempre dice.

No dijo que su candidato sea Wado. Pero sí que aguarda que “tomen la posta los hijos de la generación diezmada» (a la que ella y Néstor pertenecen). No arremetió contra esas bestias que se meten con su hija, pero sus ojos se enturbiaron cuando sí dijo: “Lo que me pasa a mí no es nada con los que no tienen ni una tumba para llorar”.

No dijo que, cruel evidencia, no es la primera vez que se meten con los hijos: son la misma lacra que torturó y mató a 30 mil, a esa generación diezmada. Pero lo había dicho toda la vida, en su relación con las Madres y las Abuelas.

No auguró el retorno a los días felices: sí dijo que será una elección de tercios y advirtió que el objetivo crucial es «entrar al balotaje».  No volvió a plantear la urgencia de un plan de gobierno que exija transformar la realidad y demuestre cómo hacer mucho más peronismo. Pero apremió a “volver a enamorar”. No fustigó a Manzur por su huida precipitada. Sí volvió a reclamar urgente unidad. No hizo la esperable autocrítica dura sobre el gobierno del que es arquitecta y partícipe. Quedó claro que considera que no es la hora de destruir sobre los escombros: dejó para la memoria el «no apoyo de los gobernadores» en 2015 y los primeros pasos de la ruptura con Alberto. Ya atacó hasta el hartazgo a la Corte, a los medios, al poder real que, vaya obviedad, la erige como la peor enemiga. No afirmó taxativamente que no será candidata sino transitó el pasadizo de la «comprensión de texto» de la militancia. ¿Hace falta que lo repita mil veces? Ni repreguntarle si lo sería en caso de que, mágicamente, haya un cerco a la proscripción.

No dijo (tampoco se lo preguntaron) si se siente decepcionada porque se berreé «Si la tocan a Cristina qué quilombo se va a armar», y sólo haya habido reclamos espasmódicos, más o menos generales, siempre más dialécticos que efectivos, más palabras que hechos, nunca tan contundentes ni cerca de «armar un quilombo». Qué más grave, trascendente, crucial que un intento de asesinato. Que encima tiene enorme pinta de quedar impune.

Sí dijo que le cambió la vida. Ella pertenece, como tantos de nosotros, a una generación que arriesgó el pellejo, algunos más, otros menos, en pos de los ideales, con la ilusión y la convicción de que era posible un hombre nuevo, una sociedad más justa. Pero fue hace una vida, casi medio siglo: otros ideales, otros compromisos, otros reconocimientos. Fue a ella a quien le gatillaron en la frente. A ninguno de nosotros.

Resuena esa letanía, esa recurrencia de súplicas e invocaciones que se vuelven anodinas. El 25 sonará furiosa, estridente. Alguien sugiere: «Una más y no jodemos más». Será la cresta del operativo clamor, que no debería estar dirigido a convencerla a ella sino a los factores de poder que impulsan sus decisiones. Tal vez sea hora de acabar con la letanía: urge la necesidad de convertirla en un imparable impulso de acción. Faltan horas para que el adversario pueda ganar en las urnas su habilitación a la hecatombe: ¿alguien supone que la derecha que sea, el personaje que elija el poder real, retornará para ejercer tibieza en su codicia política?

¿De qué otra forma lo debe decir? Tomen el bastón de Mariscal para conducir la estrategia de una guerra sin cuartel. Hagan peronismo de una buena vez. Juéguense la piel por el poder, por la victoria, por la transformación de la realidad: la posible y,  aún más, la que requiere de grandes desafíos, pulseadas, demostraciones de arrojo. Vayan a armar un programa de gobierno. Demuestren voracidad por discutirle la agenda a los medios hegemónicos. Acepten los consejos de juristas afines para buscar resquicios en el poder judicial: no hay ni habrá democracia con esta Corte. Déjense de tribunear: acciones concretas para realidades concretas, aunque suene más marxista que peronista.

Transformar la realidad. Volver a enamorar. No son meros latiguillos sensuales y oportunistas. ¿Que sin líderes no hay épica posible? Ríndanle homenaje a Eva, que vaticinó: «el peronismo será revolucionario o no será nada”. Ríndanle pleitesías al recuerdo de Néstor, ahora que se cumplen 20 años de esa proclama que supo cumplir, incluso con su vida: «No vine a dejar mis convicciones en la puerta de la Casa Rosada, he venido a dar lo mejor que tengo».

No olvidemos: «Fueron por ella, vienen por nosotros».

Salir de la letanía. Romper con el letargo. Alguna vez, el Nano, un tipo que coexistió, emocionó, sedujo y condujo a esa misma generación, resumió la urgencia de una hora espinosa en una exclamación desesperada: «Padre, deja ya de llorar que nos han declarado la guerra». «