Urano, el séptimo planeta del Sistema Solar y el primero en ser hallado con un telescopio, había sido descubierto por el astrónomo William Herschel en 1781. En poco tiempo, y basándose en la mecánica newtoniana, los astrónomos lograron estimar su trayectoria. Pero con el paso de los años el planeta mostró su rebeldía: no seguía exactamente la órbita calculada. Esto parecía inquietante: ¿podría ser que, al menos para cierta área del Sistema Solar, leyes tan espectacularmente corroboradas como las de Newton fueran falsas? ¿Necesitábamos sustituirlas por otras para explicar la conducta de este planeta?

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¿Se acuerdan de la historia que contamos sobre el cerebro de Einstein? Aquella vez comentamos que un motivo por el que Einstein fue enormemente importante se debió a que, cuando en 1919 se cotejó con la observación una predicción suya, la comunidad científica consideró que su éxito mostraba que la teoría newtoniana, rival de la del propio Einstein, era falsa; pese a que había sido considerada durante siglos como el modelo de una teoría científica verdadera. A la luz de esa experiencia, Einstein concluyó que en ciencia nunca podemos considerar verificada una teoría; a lo sumo podemos pensar que hasta ahora ella viene “encajando” bien con los datos observables, ¡pero eso no nos dice que eso vaya a seguir pasando en el futuro!

En la misma línea de Einstein, el epistemólogo Karl Popper desarrolló lo que se conoce como falsacionismo. Para esta propuesta, el progreso en ciencia consiste en ir sucesivamente “falsando” (es decir, refutando) teorías que no hayan salido bien paradas del cotejo con la experiencia, e ir reemplazándolas por otras. La actitud científica correcta sería de cierta “audacia”, como la que tuvo Einstein al dar por tierra la teoría newtoniana, y se debería rechazar todo tipo de «conservadurismo» que, ante la incompatibilidad de una teoría con la evidencia, tratara de “emparcharla”. Por eso Popper no solo consideró que la comunidad científica estuvo en lo correcto en 1919, sino que llegó a decir que había razones para considerar “refutada en principio” la física newtoniana mucho tiempo antes: en el momento en que sus predicciones sobre la órbita de Urano fracasaron.

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Deshacernos de las leyes de Newton hubiese sido espectacular, pero ciertamente muy drástico: significaba tener que descartar una pieza fundamental de la ciencia moderna. Por suerte, la comunidad científica consideró alternativas menos dramáticas, menos audaces y más conservadoras, mal que le pese a Popper: dejar como estaba la teoría newtoniana, pero agregar alguna hipótesis nueva. ¿Qué tal si Urano había sido golpeado por un planeta? ¿O si tenía un satélite muy masivo pero invisible?

Urbain Le Verrier, director del Observatorio de París, tenía otra hipótesis también compatible con la física newtoniana: pensaba que la desviación de Urano podía explicarse por la atracción gravitatoria de un misterioso octavo planeta. Lápiz y papel en mano, hizo los cálculos. En junio de 1846 anunció públicamente a la Academia Francesa su predicción para la posición de este planeta. Semanas después le escribió una carta al astrónomo Galle en la que le pedía ayuda para encontrarlo.

Cinco días tardó la carta en llegar a Berlín. Tan solo media hora frente al telescopio le llevó a Galle encontrar un pequeño disco azul situado a menos de un grado de la posición predicha por Le Verrier. Su ayudante le confirmó que ese punto no figuraba en el mapa estelar.

La noche siguiente el puntito luminoso había cambiado ligeramente su posición. Definitivamente no era una estrella. Aún emocionado, Galle le escribió a Le Verrier: “¡El planeta cuya posición ha informado realmente existe!». Lo llamaron Neptuno.

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La historia de Neptuno es una piedra en el zapato para una propuesta como la de Popper: un ejemplo obvio en el que, si la comunidad científica hubiese seguido el consejo de priorizar la “audacia”, se habría perdido nada menos que un planeta entero, y habría descartado una teoría como la newtoniana que, al menos durante varias décadas más, tuvo todavía algo para darnos. En algunos textos Popper equilibra un poco sus recomendaciones diciendo que en ciencia hay a veces espacio para el conservadurismo y no solo para la audacia, pero no nos da un criterio muy preciso; su propuesta se parece a un “ni muy muy ni tan tan”. Otros autores, como Imre Lakatos, propondrán un criterio mejor… pero eso ya es otra historia.

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El descubrimiento del octavo planeta fue motivo de orgullo nacional en Francia. Sin embargo, poco tiempo después, los británicos salieron a reclamar su parte en el hito. Aparentemente, un matemático inglés, John Adams, había predicho la posición de Neptuno un año antes y le había contado sus análisis a George Airy, un astrónomo real británico que accedió a estudiarlo sin mucho entusiasmo. Para eso, había ordenado a otro astrónomo, James Challis, que escudriñase esa zona del cielo en secreto. Challis aparentemente tampoco tenía muchas ganas de cumplir con el encargo y lo había procrastinado. Entre tanta desidia, los franceses les habían ganado de mano.

Los cálculos de Adams con la posición prevista para Neptuno habían sido enviados de forma privada al Observatorio Real de Greenwich dos días después del anuncio de Le Verrier en la Academia.

Tras idas y vueltas, finalmente los franceses reconocieron a regañadientes a Adams como codescubridor de Neptuno junto a Le Verrier. Hasta aquí la historia oficial.

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Esta historia comenzó a ser puesta en duda hacia mediados del siglo XX: algunos investigadores sospechaban que el mérito real había sido de los franceses y que los británicos se habían subido al éxito para arrebatarles el protagonismo.

Sus incertidumbres se habrían resuelto si hubiesen podido acceder a las cartas y los manuscritos originales de los protagonistas, que habían sido recopilados por Airy en el «Archivo Neptuno», guardado en la biblioteca del Observatorio Real de Greenwich.

Pero desde la década de 1960 el archivo estaba desaparecido. El personal de la biblioteca creía que estaba en manos de Olin Eggen, un astrónomo que los había “tomado prestados” sin devolverlos jamás. Desde el Instituto Chileno de Astronomía, donde se había establecido, Eggen negaba una y otra vez tenerlos. Recién con su muerte, en 1998, fueron recuperados de su despacho junto con más de 100 kilos de libros, artículos y cartas que pertenecían a la biblioteca del Observatorio Real.

En 1999, el “Archivo Neptuno”, con la correspondencia personal de Airy, regresó a Inglaterra. Desde ese momento, se encuentra en la biblioteca de la Universidad de Cambridge.

Para quienes analizaron el “Archivo Neptuno”, Adams si bien fue un pionero en la aplicación de la misma teoría que usó Le Verrier, y produjo cálculos interesantes, fracasó estrepitosamente en comunicar sus resultados y recibió más crédito del que debía. Así, sin menospreciar el trabajo del británico, el mérito del descubrimiento debería ser exclusivo de quien predijo la posición del planeta y convenció a los astrónomos de que lo buscaran: Urbain Le Verrier.

Tras más de 150 años, misterios e intrigas mediante, el “Archivo Neptuno” permitió concluir que los británicos se robaron un planeta.