Verónica Garri tiene glifosato en el cuerpo. Se enteró hace tres años y de la peor manera posible: a través del diagnóstico demorado de alopecia universal de su hija Corina. “Ella nació bien –cuenta–, con peso normal, sin problemas, pero a los ocho meses empezó a perder el pelo. El pediatra la mandó a hacer todo tipo de estudios; para la anemia, la celiaquía, para encontrar parásitos, pero todo le daba bien. Entonces me derivó a un especialista de piel, pero tampoco supo qué hacer. No podía encontrar lo que fuera que le estaba haciendo eso a mi hija.  Ese médico me recomendó que fuera al Hospital Gutiérrez. Y ahí fue la primera vez que nos preguntaron donde vivíamos”.

Verónica vive en Exaltación de la Cruz, a 75 kilómetros de la Ciudad de Buenos Aires, más específicamente, en una zona rural con campos sembrados de soja transgénica y su consecuente riego de agrotóxicos. Después de confirmar su exposición a las fumigaciones, por consejo de los médicos viajó junto a su familia a Mar del Plata, donde está uno de los poquísimos laboratorios en la Argentina que detecta los plaguicidas en la orina. Los compañeros de su marido, en la fábrica, realizaron una colecta para costear el viaje, la estadía y cada uno de los análisis. Allí confirmó que tanto ella como su marido tenían una alta cantidad de glifosato en sus cuerpos. La segunda revelación fue que Verónica, que había cursado su embarazo con la presencia de la sustancia tóxica, le provocó la enfermedad a su hija más chica.

“En aquel entonces –recuerda–, el análisis costaba cinco mil pesos y nosotros teníamos que hacernos cinco, para mí, mi marido y mis tres hijas. Ninguna obra social te lo cubre y tenés que quedarte, mínimo, un día allá. Tuvimos la suerte de poder pagarlo, pero acceder no es fácil”. Desde entonces la vida de Verónica y su familia cambió para siempre. Para la limpieza de la casa, por ejemplo, usa vinagre para evitar el contacto con cualquier químico. “Ni Raid para los mosquitos puedo tirar, porque todas mis defensas ya están ocupadas conteniendo el veneno que tengo adentro. Todos los años tengo que hacerme un estudio para ver cómo sigo, porque lo que tengo no se sabe en qué puede derivar, si en una tiroides o en un cáncer”.

Verónica tuvo que optar entre dos caminos para preservarse. Mudarse, y de esa manera romper una tradición de tres generaciones de nacidos y criados en Exaltación de la Cruz, o quedarse y luchar. Ella prefirió la segunda opción.

“Ahora estamos peleando contra el municipio, porque tiene una ordenanza que prohíbe fumigar a 150 metros de las casas, pero nosotros tenemos una cautelar de un juez que nos otorgó 1000 metros de protección y queremos que se aplique. Lo hago para cuidar la salud de las personas, pero algunos no lo entienden y me dicen que yo quiero dejar a la gente sin trabajo o que fumigaron toda la vida y nunca pasó nada. Yo les digo que tengo glifosato en el cuerpo y que parece que estoy bien, pero después les pido que miren a mi hija. Ella está enferma por los químicos. Tenemos que concientizarnos de que nos están haciendo mal”.