Carlos Ulanovsky me recibió en su departamento una mañana del invierno de 2011. Le llevaba el borrador de un libro sobre el Racing campeón en el país del que se vayan todos, una celebración de la que se cumplirían diez años, que pudo ser ajena a lo que vivía la Argentina pero que era demasiado importante para la memoria de un pueblo que había atravesado un desierto de treinta y cinco años. Nuestro paso a paso.

Quería que Ula escribiera el prólogo en su doble condición: maestro de periodistas y, sobre todo, hincha de lacadé.

Habíamos charlado una vez —y él con absoluta lógica no se acordaba— en el bar de las Madres de Plaza de Mayo mientras tomábamos un café con Pablo Llonto. Lo de charlar es un decir: solo me dediqué a escuchar lo que Ula y Pablo conversaban sobre periodismo, sobre política, sobre la vida y las cosas cotidianas. Así que esa mañana, después de que Ula sirviera un té, balbuceé un resumen de lo que había escrito: la idea del libro, mi primer libro, el ser de Racing, el ser argentino, el diciembre de 2001, corralito y represión, cinco presidentes y Racing campeón. Nos había conectado por correo electrónico Ezequiel Fernández Moores.

Ula puso el bodoque de words a un costado y prometió leerlo. Recién después de ese ejercicio, entonces, iba a decidir si escribiría su parte. Hablamos algo más de fútbol, de lo que significaban esos colores para cada uno, y me fui con el temor de que no le gustara, de que no le interesara, de que quizá no lo leyera, pero también envuelto en la calidez de su trato y en la complicidad que nos generaba Racing.

Escuchaba a Ula en El ventilador, un programa de radio que me hacía reír, con Jorge Guinzburg, Adolfo Castelo y Gabriela Rádice. Por esa época recién empezaba a estudiar periodismo. Lo había leído, en libros y en notas, pero para mí Ula era esos momentos radiales. Y fue su voz radial la que semanas después de nuestro encuentro quedó grabada en el contestador automático —aún existían— del teléfono de mi casa. Fue Natalia, mi pareja de entonces, la que me avisó rápido que el mensaje había llegado. «Dice que lo va a hacer, pero escuchalo después vos», me contó por celular. Lo festejé como un gol del Toti Iglesias.

Ula escribió un prólogo hermoso para Academia, carajo, de esos que embellecen —mejoran— los libros. Pero mucho más que ese asunto, que guardo también como un acto de generosidad, me entregó un cariño y una cercanía de las que más valoro en este oficio.

En su libro Redacciones, donde cuenta sus pasos en el periodismo, Ula explica mejor que nadie por qué el periodismo es eso, un oficio. Su ejemplo es preciso y lo cito de memoria: así como un plomero sabe cómo cambiar un cuerito o arreglar un caño, los periodistas deben saber resolver una nota. El tema que nos tiren —más allá de las especialidades—, lo tendremos que parar con el pecho y empezar a jugar.

Ula lo juega como nadie. Con sus ficheros como apuntes, con su hermosa Reunión Cumbre, donde se mezclan las voces y las historias de personas tan distintas y no tanto. Ula también lo juega con su solidaridad, con las luchas gremiales, con los medios autogestivos, con la aparición de nuevos periodistas, a quienes él abraza. Fue de los más firmes acompañantes del proyecto cooperativo de Tiempo. Primero en la calle, en la lucha, y luego con sus contratapas preciosas, las que esperamos cada domingo cuando sabemos que le toca escribir a Ula.

Y lo que también espero es una tradición que empezó con aquel prólogo iniciático. Sus correos cuando juega Racing. La preocupación si se encadenan derrotas, la alegría por las victorias, la mesura si el equipo gana pero juega mal. Ahí va a estar Ula con un «Hola» para charlar sobre Racing, nuestro Racing, nuestra forma de amistad celeste y blanca. Ula siempre está. Y es de Racing.

Salud, Ula, feliz cumpleaños.

Y vamos lacadé. «