El año pasado una chica me recordó que hay que levantar la cabeza. Mirar el cielo. En su departamento de Almagro, armaba un telescopio y me hacía viajar a las estrellas. Algunas madrugadas, cuando se quedaba dormida, yo me iba al balcón, tomaba un vaso de agua, fumaba un pucho, pensaba. El conticinio, ese segundo en que todo se calla y la noche viaja a lo más profundo.

La fortuna me abrazaba. Una estrella era mi faro. Brillaba al este, como estampa tatuada en la espalda de los edificios que miran al barrio del Once. Yo flotaba arriba de la luna de Valencia, lejos del mundo. Una noche me acordé de un poema alucinante de la Mistral: “Tanto fervor tiene el cielo, / tanto ama, tanto regala, / que a veces, yo quiero más / la noche que la mañana”.

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Ni una estrella había cuando levanté la cabeza. El cielo era tenebroso la noche del domingo 13 de agosto en el microcentro porteño. Yo fumaba un porro sobre la avenida Córdoba, frente al Hotel Libertador, el búnker de los ultraderechistas de La Libertad Avanza. Hacía tiempo antes de entrar a la boca del bobo, perdón, del lobo, donde los militantes de Milei esperaban los resultados de las PASO. Tomé aire como un astronauta, también coraje, y entré a la Estrella de la Muerte.

El aire mil veces respirado en el salón de actos era de fiesta pesada. Agujero negro: un universo alucinógeno donde brillaban streamers, negacionistas, elegantes liberales recién afeitados, exiliados bolsonaristas, hambrientos lobistas de embajada, trumpistas nacionalistas con sus gorritos de Make Argentina Great Again, terraplanistas y otros cometas perdidos. Me perdí en esa nebulosa, la casta derechosa.

Cuando dejé el hotel, el rancio economista devenido en superstar candidato recitaba sobre el escenario, eufórico, el padrenuestro libertario: defensa de la vida, propiedad privada y libertinaje del mercado. En la calle se agitaban banderas con el cascabel esclavista de Gadsden y unas pocas celestes y blancas. Caminé por la calle Maipú con la vista baja, perdida en el asfalto frígido rumbo a San Telmo. Antes de entrar a la redacción para escribir el despacho de la guerra electoral, subí la mirada y vi la luna. ¿Cuántas historias nos podría contar la luna sobre noches negras? Ella sabe que la oscuridad no es eterna. La aurora siempre gana. Me dio fuerzas. Cantaba el poeta beatnik brasileño Roberto Piva: “La luna no se apoya en nada / yo no me apoyo en nada”.

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En las últimas semanas tuve la sensación de que ya nadie mira el cielo. Anda todo el mundo cabizbajo. Los ojos van como un imán al suelo. También a las pantallas de la tele o los celulares. Tweet, retweet, reel, feed, post: oráculos saturados de respuestas, opiniones, falsas promesas sobre lo que viene. Vivimos tiempos extraños y despiadados.»¿Alguien está mirando los rayos?”, leo en Twitter, mientras sigo unas entrevistas a los candidatos en un canal de noticias. Un rayo que no cesa me lleva corriendo a la terraza de mi casa en Barracas. “Flor de tormenta va a caer”, profetiza Bob Dylan.

Una chica que lee mis pensamientos me escribió hace unos días por WhatsApp. Me recomendó un libro bellísimo sobre los cielos en el cine, poética del reino celeste y la nubosidad hecha de celuloide. Se llama Paisajes opacos. Esa noche me puse a ver Nostalgia de la luz, el documental del chileno Patricio Guzmán dedicado a los astrónomos, arqueólogos y familiares de detenidos-desaparecidos que buscan respuestas en el árido desierto de Atacama, ahí donde hace exacto medio siglo cayó derrocado el socialismo por las botas que siempre quieren volver en diferentes envases. “Ojalá los telescopios no miraran siempre el cielo -desea una señora que busca los restos de su esposo-, que pudieran traspasar la tierra para poderlos ubicar”. Que echen luz histórica sobre el oscuro presente.

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“¿Qué estrella cae sin que nadie la vea?” La pregunta sin respuesta es de Faulkner. Está tatuada como epígrafe en Estrella distante, esa delgada pero potente novelita germinal de Roberto Bolaño. La historia de las andanzas y desandanzas de un obscuro piloto-poeta autodidacta que escribe poemas de vanguardia en el cielo con el humo de un avión. Levanto la cabeza una vez más, me pregunto, ¿qué escribiría en esa hoja celestial para que todos lo lean?

Otra vez llega la noche a finales del invierno. En el cierre de esta historia siempre estará el cielo. Nos hace olvidar un rato este infierno tan gris. En la mente tengo una viñeta de Schulz, el de la tira de Snoopy y su pandilla. «¿Tendrás una estrella de la suerte, Charlie Brown?», pregunta Lucy frente a un frío manto celestial. Ni lo dudes, piba. Es cuestión de levantar la cabeza. ¿Será esa?