Suponemos que durante la coronación de Carlos III no habrá faltado «Pompa y circunstancia», una marcha cometida por Sir Edward Elgar en 1901, cuyo título parece remitir a unas líneas del Otelo (1603) de William Shakespeare, que en la escena tres del tercer acto le hace mentar al Moro de Venecia «orgullo, pompa y circunstancia de alguna gloriosa guerra». En un tono melancólico.


Si no conoce tal música, será que no ha frecuentado algún casamiento local, donde obra de marcha nupcial. Pero así como «La Marsellesa» evoca la toma de la Bastilla en tono de levantamiento popular, si la Internacional supone la unión de los trabajadores del mundo aún contra todo, si nuestro himno –con una ayudita de Mozart– remite a la osadía de crear una identidad nacional, los tres son cantos revolucionarios, que remiten al barro, a la sangre y al tiempo.


Pero Elgar produce una armonía, melodía y ritmo propias de la burocracia colonial de un país que ejerció el imperio del mundo al menos desde Waterloo (1815) hasta pasado el final de la Segunda Guerra Mundial (1945). No es poco, pero tampoco es tanto. William Shakespeare dura más.


Es que Shakespeare nos muestra monarcas ingleses indecisos, inestables o voluptuosos, confundidos que están entre las intrigas internas de los nobles propios que aspiran a robarles la corona y a la guerra en Francia donde amenaza la derrota. No es el caso de Enrique V, que aplasta a los franceses en batalla, y de Ricardo III, alumno de Maquiavelo. Ambos llegan al poder a través de la traición o asesinato de amigos o parientes. Pocos reyes ingleses pueden decir, como Enrique IV (parte 1, acto 3, escena II) «la opinión, eso me elevó al trono».
Es que donde reinan genealogías poco valen las opiniones. Que las cunas no son méritos cuando preexisten riquezas, ni los sufrimientos heredados son argumentos. Cuando todo es herencia nada es esfuerzo. Al menos las dinastías anteriores tuvieron el honor –que no es asunto hereditario– de llamarse a sí mismas Wessex, Normanda, Plantagenet, Lancaster, York, Tudor, Estuardo, Hannover. Pero la actual Windsor es en realidad Sajonia-Coburgo y Gotha… demasiada germana para ser británica. Tanto que el esposo de la última Isabel cambió el apellido de Battemberg por Mountbatten. Tanto, que no quedan muchas dudas si Eduardo VIII tuvo que abandonar la corona por casarse con una plebeya (Wallis Simpson), o por su posición pronazi en los años ’30.


Si hay un Carlos III, debe haber otros dos más que le antecedieron. Carlos I (1600-1649) es recordado por los impuestos excesivos, sospechado de catolicismo y ejercicio absolutista del poder. Luego de una guerra civil, Oliver Cromwell (1599-1658) lo hizo decapitar en nombre del Parlamento. Carlos II (1630-1685), hijo del anterior, tuvo que esperar la muerte de Cromwell para ser coronado en 1661. Aparte de la crueldad que lo caracterizó, Carlos II vivió la vida loca: se ve que es de familia. Tuvo que rehacer una corona, ya que los republicanos habían fundido la existente. Es esa corona que Carlos III ostentará, sin miedo a ninguna cábala.
Ya hablamos en estas páginas de las propiedades y fortunas que posee la corona británica, y de las coimas que reciben de diferentes dirigentes mundiales y mundanos, atraídos por esa luz mortecina como si fueran de Barrio Norte. Eso sí: el carruaje tiene aire acondicionado. Hay que ser moderno. En la ceremonia de coronación están representadas múltiples religiones. Hay que ser amplio. El óleo con el que fue ungido no contiene elementos animales. Hay que ser ecologista. Hasta parece que en las festividades cantará un negro, sin duda en buen recuerdo de la trata de esclavos. Hay que ser inclusivos. La Reina Consorte no usa el diamante Ko-I-Noor, por cuestiones de sustentabilidad (incomprensible, con lo bien que funciona el chiquitín). Los costos son pagados por el erario público y no por la Corona. Hay que ser sumisos. Sobre todo en el momento en que las excolonias, de la India a Sudáfrica, reclaman que les devuelvan lo robado.


Como sea, asistimos a la puesta en escena de un hecho que remite a la columna de sociales, pero nos es presentado como si fuera un acontecimiento político de alto nivel. Es cierto, el Reino Unido ha abandonado Europa, vive una crisis económica, social y política, además está en guerra –cada vez menos indirecta– contra la Federación de Rusia. Pero desde el despido del rey Jacobo II en 1688 (la Gloriosa Revolución), la soberanía reside en el Parlamento. Más o menos.


Sólo podemos desearle al pueblo inglés que abandone esos rituales, y acceda al régimen republicano, donde si todos nos podemos equivocar por igual, al menos no festejamos espantapájaros. Al menos no siempre.