El sábado próximo, Charles Phillip Arthur George Mountbatten-Windsor será investido con toda la pompa que acostumbran los británicos rey del Reino Unido y los otros 14 países del Commonwealth como Carlos III para los hispanohablantes. Será ungido con la corona de San Eduardo, fabricada en 1661 en reemplazo de la que se había usado hasta mediados del siglo XXVII. El último en usar aquel emblema real fue Carlos I, de la casa Estuardo (Stewart) de Escocia, pero fue fundida tras la revolución que lo sacó del poder en agosto de 1648. Más allá de la creación de la República de Oliver Cromwell, el primer rey Carlos no iba a tener donde usar la suntuosa diadema porque el 30 de enero de 1649 fue decapitado.

Carlos III no da la impresión de que correrá una suerte similar de modo que asistirá a la ceremonia junto con su esposa Camila, la reina consorte. Él lucirá la famosa corona, de 2,07 kilos de oro macizo con incrustaciones de rubíes, amatistas y zafiros y “adornada con un casquete de terciopelo púrpura ribeteado con una banda de armiño”, según detalla la agencia AFP. Ella, por decisión propia, llevará la corona de la reina María de Teck. En este caso, afirma la revista Vanity Fair, la pieza fue modificada y se le sacó el diamante Koh-I-Noor para añadirle los diamantes Cullinan III, IV y V, que pertenecían a la colección personal de Isabel II. Dicen que como homenaje. Pero la historia de Camila y la reina difunta desde septiembre pasado da para la duda.

Decenas de películas, series de tevé, artículos periodísticos y libros de investigación revelan los pormenores de una disputa entre Isabel II y su hijo y heredero por causa de Camila Rosemary Shand, hija de un oficial del ejército británico y una mujer de la nobleza de rango menor. Camila se relacionó con Carlos siendo esposa del oficial Andrew Parker Bowles, con quien tuvo dos hijos. Se terminaría divorciando en 1994, tras 21 años de matrimonio, alegando que no convivían desde hacía mucho tiempo.  De hecho, su marido cortejaba a la princesa Ana, hermana de Carlos. Cosas de “cabezas coronadas”.

Carlos, a todo esto, se había casado con Diana Spencer por imposición de la familia real –monárquica, se aclara- totalmente a disgusto. Cada vez que tuvo ocasión, le demostró a Isabel que el amor de su vida era Camila y quién sabe si la madre no le devolvió el incordio demorando su partida hasta el año pasado, luego de 70 años y 214 días de reinado.

Carlos y Diana se separan oficialmente en agosto de 1996 y Lady Di  muere en un accidente de tránsito que levantó bastantes sospechas, en  París, un año más tarde, junto con su amante, el multimillonario egipcio Dodi Al-Fayed. Carlos y Camila vieron despejado el camino para blanquear lo que todo el mundo sabía, pero se casaron recién en 2005. La pareja siguió en el banco de suplentes dinásticos y ahora tendrán su recompensa. Un premio a la persistencia que merece el halago de quienes disfrutan de las telenovelas.

Del otro lado del mar, otra “cabeza coronada” pero con menos mesura sigue dando tela para cortar. Se trata de un primo lejano de Carlos III, Juan Carlos Alfonso Víctor María de Borbón y Borbón-Dos Sicilias, más conocido como Juan Carlos I de España. Rey emérito, tataranieto de la reina Victoria, como Isabel, la longeva mamá de Carlos. 

A diferencia de la fallecida reina, Juan Carlos abdicó en favor de su hijo Felipe VI en junio de 2014. No por generoso, sino tras uno de los tantos escándalos de la familia real –monárquica, se insiste- española. No llegó al trono por herencia directa sino a pesar de ella: fue designado a dedo por el dictador Francisco Franco para sucederlo en su partida, cuando el que debía ocupar ese cargo era su padre. Solo debió esperar como aspirante desde 1948 a 1975.

Obviando la muerte de su hermanito de 14 años por un accidente con un arma de fuego que empuñaba Juan Carlos, de 18, se acepta que el resto de las trapisondas del Borbón son voluntarias, aunque la Constitución que supo hacer jurar en 1978, con el regreso de la democracia, le da inmunidad. E impunidad. Un privilegio que aprovechó su hija Cristina, cónyuge de un exdeportista y cazafortunas implicado en delitos fiscales y tráfico de influencias. Sobre la cabeza de Juan Carlos penden acusaciones de delitos similares y de haberse beneficiado de negocios con la monarquía saudita –entre reyes no hay cornadas- pero lo que perjudicó su imagen hasta hacer peligrar a la dinastía borbónica fue su relación con Corinna Larsen, a la sazón otra cazafortunas.

Hija de un ejecutivo de origen húngaro, se casó con Casimir zu Sayn-Wittgenstein, de lejano parentesco con el filósofo austríaco Ludwig Wittgenstein. La nobleza fue abolida allí, pero Casimir insiste en presentarse como príncipe. Y recurrió a la justicia para impedir que Corinna, tras el divorcio, se colgase el título de princesa y mantuviera el apellido de casada.

Juan Carlos y Corinna fueron amantes durante varios años y hasta él pretendió separarse de su esposa legítima, Sofía Margarita Victoria Federica de Schleswig-Holstein-Sonderburg-Glücksburg, pricesa de Grecia y Dinamarca para hacer las cosas bien. Pero los consejeros le advirtieron que seguiría la suerte de Eduardo VIII en 1936 en el Reino Unido y que esa movida lo obligaría a dejar La Zarzuela. “Corinna o la Corona”, le dijeron.

La desgracia se ensañó con el Borbón en un safari en Botswana, en abril de 2012, cuando se rompió la cadera y debió ser trasladado de urgencia a España. Allí salió a la luz que había ido a cazar elefantes, siendo presidente del Fondo Mundial para la Naturaleza. Pero además, que había ido con la falsa princesa. Desde ese momento se conocieron más chanchullos. Un cordobés diría que era como al aloe vera, cada día le encontraban nuevas propiedades, algunas de ellas, valuadas en unos 65 millones de euros, a nombre de Corinna, con quien ahora tienen una disputa legal.

Esta semana se difundió un libro de dos periodistas españoles, José María Olmo y David Fernández, King Corp, donde aparece entre otros “curritos”, que Juan Carlos tiene una hija extramatrimonial con una mujer de la aristocracia, de la edad de Felipe VI. No se dio a conocer el nombre, pero todos afirman que se trataría de Alejandra de Rojas, anotada como hija de Eduardo de Rojas y Ordóñez y Charo Palacios, condes de Montarco.