Pedro Sánchez Pérez-Castejón anticipó las elecciones generales que España debía afrontar para fin de año, luego del triunfo de las derechas en las municipales del 28 de mayo. La reacción sólo se demoró unas pocas horas. Fue la primera movida para el logro en las generales del 23 de julio: aún con menos votos que el PP, el PSOE quedó mejor posicionado. Esa noche el líder socialista estaba exultante, del brazo de su ministra de Trabajo, Yolanda Díaz Pérez (creadora de Sumar, que aglutinó el desborde de un socialismo en crisis). Pero al actual presidente, obsesionado en la continuidad, de inmediato se le cruzó una piedra en el camino: la imperiosa necesidad de apoyo del nacionalismo catalán y el vasco -entre ERC, Junts, Bildu y PNV suman 25 escaños- y el consecuente reconocimiento de ese independentismo.

Para lograr la investidura del nuevo presidente, se requieren que al menos 176 diputados, la mitad más uno del pleno. Para que sea Sánchez, o Alberto Núñez Feijóo (la cara unificada de la derecha), quien a su vez también sufre dolorosos tironeos de Santiago Abascal, la voz de Vox.

La clave es Junts per Catalunya. Sus siete votos (tres por Barcelona, dos por Girona, uno por Tarragona y otro por Lleida) valen el futuro. Su líder, Carles Puigdemont, que vive en el exilio de la ahora apacible Waterloo, en Bélgica, no tiene un pelo de tonto: independentista sí, y aunque también de derechas, vitalmente enfrentado con los conservadores tradicionales por sus ententes con los ultras.  Los extremos se tocan: Puigdemont conoce la fibra de los socialistas y esa misma noche de festejos envió el mensaje: «No haremos presidente a Sánchez a cambio de nada»

Sánchez y una apuesta fuerte para seguir gobernando.
Foto: Pedro Sánchez / AFP

Va un mes de intrincadas negociaciones y el tiempo se acaba. Feijóo fue quien más votos logró en las generales pero ese dato ya se esfumó. La primera batalla, a la vez un fuertísimo indicio fue, esta semana, la designación de Francina Armengol como presidenta del Congreso. Es un dato significativo que lograra las aprobaciones suficientes, incluidas los de todos los nacionalistas. Pero otra cosa es que los votos de Junts vayan a la bolsa de la investidura de Sánchez.

La exigencia viene de Cataluña: aprobación de una amnistía (que por caso, le permita a Puigdemont volver a casa) y la convocatoria de un referéndum de autodeterminación. Sánchez y el líder de Junts no pudieron reunirse tet a tet como en el 2016, pero infinitos contactos fueron y vinieron. En Cataluña no alcanzan las promesas, por ahora, como sí bastaron hace un lustro y pico. En Madrid tiran de la cuerda: afirmaciones concretas sobre aquellas cuestiones independentistas crispan los nervios de otros sectores españoles y crearían impensados antecedentes. Aún con ese terreno pedregoso, se sospecha que a la brevedad las posturas se tocarán lo suficiente.

Es que en España, “el Congreso elige al nuevo presidente pero es el Rey el que decide” tras someterse al debate de investidura. Para eso este lunes, Felipe VI celebrará la “ronda de consultas». Irán los partidos regionales. Y el martes primero se sacará fotos, primero con Abascal (Vox); al mediodía madrileño será Pedro Sánchez quien pise las alfombras del Palacio de La Zarzuela. Y tras la siesta, llegará Feijóo. ERC, Junts, EH Bildu y el BNG declinaron participar de la ronda.

Sobrevuela el recuerdo de lo ocurrido en 2019, cuando el propio rey, ante la falta de consenso debió convocar a nuevas elecciones: la experiencia fue una peligrosa degradación democrática, un laberinto por el que nadie quiere volver a transitar.

“Una de las grandes fuerzas” de España es la “riqueza lingüística”, aseguró Armengol en su primer discurso: encendida defensa formal de las lenguas cooficiales, entendida como un relevante guiño a lao movimientos independentistas. Claro que luego también vindicó su posición cuando presidió las Islas Baleares y expresó su apoyo a la libertad del pueblo saharaui, otro grano con pus en la política de Sánchez.

O tal vez, otro tramo empedrado en su camino a la reelección.