El fantasma de la guerra civil sobrevuela el Líbano otra vez. A las tensiones de la coalición de gobierno se suman la crisis económica -con un corralito a la argentina incluido-, la falta de insumos básicos y combustible que lleva a cortes de luz diarios.

El Líbano fue alguna vez la Suiza de Medio Oriente, el centro financiero más importante de esa parte del mundo. Hasta que en 1975 estallaron enfrentamientos entre cristianos maronitas, musulmanes -sunitas y chiitas-, drusos, donde no faltó la invasión israelí, la intervención estadounidense, francesa y de la ONU.

Un acuerdo de paz en 1990 estableció un gobierno de unidad con un régimen parlamentario. El presidente y el primer ministro son elegidos por el congreso unicameral, donde hay representación proporcional de las comunidades cristianas y musulmanas. El presidente debe ser maronita, el primer ministro sunita y el titular del Parlamento un chiita. Integran el gobierno diferentes partidos, entre ellos Hezbollah, considerado en muchos países como organización terrorista.

La inestabilidad política arrastró a los últimos gobiernos y luego de 13 meses, el 10 de septiembre el presidente Michel Aoun -en el cargo desde 2016- designó como premier a Najib Mikati. Sucede a Hassan Diab, que había reemplazado a Saad Hariri por la crisis bancaria de fines de 2019 pero tuvo que renunciar tras la explosión del puerto de Beirut el año pasado.

El único atornillado a su puesto como si no tuviera nada que ver es Riad Toufic Salameh, gobernador del Banco Central desde abril de 1993 como parte también de aquellos acuerdos. Maronita también él, había sido gerente ejecutivo y vicepresidente de Merrill Lynch. Con fuertes vinculaciones y gran aceptación -siempre- en el FMI y el Banco Mundial, solía dar cátedra en sus años de gloria en el organismo financiero libanés.

Este último capítulo comienza cuando la libra libanesa se derrumbó por el inminente default, a fines de 2019. Ocurrió lo que muchos preveían menos Salameh. Desde 1997 anclada a un valor de dólar de 1500 -una convertibilidad persistente- en el mercado negro trepó rápidamente a 3000 por dólar. Si a toda convertibilidad le sigue un corralito, en el Líbano la restricción a los retiros provocó en enero de 2020 un estallido frente a las sedes bancarias de clientes que reclamaban infructuosamente sus depósitos.

Desde entonces, todo vino en picada, en una crisis terminal agravada por la pandemia. El 4 de agosto de 2020 estallaron 2750 toneladas de nitrato de amonio depositados en galpones del puerto de Beirut dejando más de 200 muertos, unos 6500 heridos y barrios arrasados.

Para colmo, la falta de dólares imposibilitó la importación de combustibles, lo que generó cortes de luz cotidianos, entre otras calamidades. Hace dos meses, Salameh suspendió los subsidios para las importaciones. Cuando el “blue” libanés cotiza a 17.000 libras, seguir garantizando dólares a 1500 es una utopía.

La solución del líder de Hezbollah, Hassan Nasrallah, fue un convenio para la provisión de combustible iraní, una salida que incomoda hasta el delirio a los sectores prooccidentales del gobierno y pone otro clavo en el ataúd de la fallida estrategia regional de EE UU.

Esta semana, hubo enfrentamientos en Beirut que costaron la vida de seis libaneses, integrantes de Hezbollah y del partido chiita Amal, que acusan a francotiradores cristianos. Se manifestaban contra el juez encargado de investigar la explosión en el puerto, el cristiano Tareq Bitar. Lo acusan de parcial. Había citado al exministro Ali Hasan Khalil, de Amal. Bitar suspendió la investigación, pero la crisis ya está desatada.