No sería extraño que algún día se le agradezca al uruguayo Luis Almagro su paso por la Organización de Estados Americanos. Básicamente porque con sus poses antipopulares extremas demostró por el absurdo la necesidad perentoria de terminar con ese corset que intenta doblegar a los latinoamericanos desde Washington. Sus imposturas llegaron a tanto que planteó -sin éxito por cierto- una sesión extraordinaria para tratar la situación de Cuba… cuando ese país fue expulsado en enero de 1962 en Punta del Este en el marco de la Guerra Fría y por presiones estadounidenses. La receta regional para dejar atrás ese organismo, a esta altura anómalo, podría estar en el esbozo de plan que por estos días propuso el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador, quien habló de sustituir a la OEA por un “organismo que no sea lacayo de nadie”.

Pero los intentos de integración sin injerencias se vienen gestando desde bastante antes. Una que calza como anillo al dedo nació en febrero de 2010, la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), que integran 33 países y que excluye deliberadamente a Estados Unidos y Canadá.

La OEA fue creada en 1948 para “fortalecer la paz, la seguridad y consolidar la democracia, promover los derechos humanos, apoyar el desarrollo social y económico favoreciendo el crecimiento” de la América y el Caribe. Pero en concreto buscó arriar a los países de la región detrás de los intereses estadounidenses. La retahíla de golpes a cual más violento entre el que derrocó a Jacobo Arbenz y el registrado en Bolivia en 2019 nunca conmovió la sensibilidad democrática, ni el fervor por los derechos humanos de la OEA. Luego de la revolución cubana, los otros gobiernos en la mira fueron siempre aquellos que intentaron un camino que no fuera el de lacayo.

No es casualidad que con la aparición de procesos virtuosos como el que encabezó Hugo Chávez en 1999 y desde 2003 Néstor Kirchner y Lula da Silva coincidieran voluntades de intentar otra forma de integración. En el caso del sur del continente, la Unasur era una coordinación entre países más allá del color político de cada gobierno. Solo así pudieron sentarse a una misma mesa Chávez y Sebastián Piñera o Rafael Correa y Álvaro Uribe, más allá de ciertos chisporroteos.

La Celac, en cambio, le debe mucho de su origen al gobierno cubano y a Evo Morales. Y no está de más recordar que adhirieron desde el mexicano Felipe Calderón al paraguayo Fernando Lugo. Y que el primer presidente pro témpore fue el chileno Piñera, al que sucedió Raúl Castro. A lo largo de estos años y desde el triunfo de Mauricio Macri, la derecha regional fue intentando vaciar de contenido a los procesos de integración. El caso más violento es el de Unasur, que había impedido en 2010 un conato de guerra que pretendía desatar Uribe contra Chávez.

Unasur impidió también un intento de golpe contra Evo en 2009 y abortó un levantamiento policial contra Correa un año más tarde. Tenia una cláusula democrática por la cual no fue reconocido el gobierno surgido del golpe institucional contra Fernando Lugo en 2012. Al regreso de la derecha más acérrima al escenario regional pronto se creó el Grupo de Lima, con el propósito de destituir a Nicolás Maduro en Venezuela. Al que definieron como un club “democrático” y alejado de “ideologismos” pero al que no ingresaban los que no aceptaban sus reglas de juego.

Ahora Lima tiene otro color tras la llegada de Pedro Castillo al gobierno. Pero el grupo antichavista vegetaba desde bastante antes. Hay nuevas cartas sobre la mesa y es natural incluso que AMLO plantee la sustitución de la OEA, un organismo en terapia intensiva que con Almagro alcanzó cumbres jamas vistas en su historia.

«La propuesta-abundó el mandatario mexicano- es ni más ni menos que construir algo semejante a la Unión Europea, pero apegado a nuestra historia, a nuestra realidad y a nuestras identidades». O sea, una Celac con los toques que Lula y Kirchner buscaron darle al Mercado Común del Sur. Con una pizca de Unasur, como cuando AMLO agregó: «Digamos adiós a las imposiciones, las injerencias, las sanciones, las exclusiones y los bloqueos; apliquemos, en cambio, lo principios de no intervención, autodeterminación de los pueblos y solución pacífica de las controversias».

Alberto F. y la OEA

El Grupo de Puebla es un foro integrado por líderes progresistas a título personal. Alberto Fernández forma parte del grupo fundador, junto con AMLO, el colombiano Ernesto Samper, el expresidente del gobierno de España, José Luis Rodríguez Zapatero, y el chileno Marco Antonio Enríquez Ominami, entre otros. Al celebrar el segundo aniversario, Fernández se sumó en un encuentro virtual al reclamo de AMLO y pidió reformular a la OEA, a la que tildó de «una suerte de escuadrón de gendarmería» sobre los gobiernos populares.

Tras reclamar una investigación sobre el rol de la OEA en Bolivia, pidió un mea culpa del secretario general “por las cosas que ha hecho y también a la institucionalidad de Estados Unidos por haber sostenido a un hombre como (Luis) Almagro».

«(Donald) Trump imponía su política sobre América Latina y eso explica muchas cosas que pasaron; eso explica la OEA que tenemos, explica el BID que tenemos, la división que tenemos, el nacimiento del Grupo de Lima, del Foro Prosur; todos mecanismos que servían a la política de Trump y no a la unidad de América latina ni al desarrollo ni al progreso de los latinoamericanos», agregó.

Fernández convocó a institucionalizar la unidad regional mediante organismos como la Celac, y planteó que América Latina tiene la «obligación moral» y el «deber ético» de alzarse frente a los bloqueos económicos a Cuba y Venezuela en tiempos de pandemia y sostuvo que los Estados, por una cuestión «humanitaria», no pueden «quedarse callados» en estas circunstancias.