En Francia la idea naufragó, y los empresarios de Europa lo festejaron, cuando en 1998 el presidente François Mitterrand se vio forzado a rever su intención de establecer un régimen laboral reducido a 35 horas semanales de trabajo, cinco jornadas de siete horas y dos días de descanso. Ahora, en algunos países del Occidente capitalista se habla de pasar, sin escalas ni debate, de las cinco jornadas actuales a cuatro, de 40 a 32 horas laborables. Solo se habla. A diferencia de aquellos tiempos en los que a pura lucha se conquistaron las ocho horas –“ocho horas para el trabajo, ocho horas para el sueño, ocho horas para la casa”–, en estos días la propuesta nació en la gerencia de recursos humanos de las multinacionales.

La idea con la que Mitterrand pensaba paliar el creciente desempleo, un brusco cambio que favoreciera la creación de puestos de trabajo, fue reemplazada por otra diseñada pensando en el sector burocrático de las empresas y no para las áreas realmente productivas. De Finlandia a Nueva Zelanda, de España a Chile, sin pena ni gloria, el cuatro por ocho nació para morir en lo inmediato. Aclamado por sus impulsores como un “medio para aumentar la productividad, mejorar la salud mental de los trabajadores y luchar contra el cambio climático” –todo verso vale para mejorar la rentabilidad–, oculta la verdadera intención: reducir costos y, sobre todo, degradar la relación patrón-trabajador. 

Gigantes como Telefónica de España, la estadounidense Microsoft (pero solo en su filial de Japón) o la angloholandesa Unilever han probado con la nueva modalidad laboral. Otros de menor cuantía los acompañaron. Aunque aseguran tener múltiples razones para probar las bondades del cuatro por ocho, por el momento ninguno sigue con la experiencia. Por ahora, el modelo solo goza de buena salud en la española Software Delsol, una empresa de servicios informáticos que opera desde el año pasado en el Centro Tecnológico de la andaluza Jaén, un parque empresarial erigido en medio de un aromático mar de olivos, en tierras de los “aceituneros altivos» a los que homenajeara Miguel Hernández, el poeta valenciano de Orihuela.

A principios de año fue en España, justamente, donde se volvió a poner en agenda la idea del cuatro por ocho. Los propulsores son el diputado Íñigo Errejón (Más País) y la vicepresidenta de la Generalitat valenciana, Mónica Oltra. Se respaldan en el ejemplo de Software Delsol, que en el segundo año de experiencia con sus 190 trabajadores dice haber tenido una reducción del 20% en todos sus costos –energía, guardería, refrigerio, ropa, aseguradora de riesgo laboral– y, de yapa, una caída del 28% en el ausentismo. Pero a la estructura burocrática de la Unión Europea (UE), que es la que dicta las pautas, no le gusta.

Es más, el órgano comunitario rechaza que para la financiación del lanzamiento del cuatro por ocho se destine su aporte al Fondo de Recuperación conformado para enfrentar el Covid-19. Y para que las cosas queden claras, le reclama al gobierno de Madrid que profundice la reforma laboral neoliberal dispuesta por el Partido Popular en 2012, con el objetivo de “ahondar en el principio de flexibilidad”. El gran empresariado que festejó el fracaso de Mitterrand, porque lo llevaría a tomar más personal, celebra ahora la idea precisamente porque a los logros de Software Delsol debe sumársele una aproximación a la flexibilización y un mayor compromiso de los trabajadores con sus empresas.

La primera ministra de Nueva Zelanda, Jacinda Ardern; los ejecutivos de Telefónica (que en este último semestre hacen en España, y con respaldo sindical, una prueba piloto que se extenderá a diciembre y comprende solo al 10% de su plantilla laboral); la filial de Unilever en Nueva Zelanda y Microsoft Japón hablan sin reparos de flexibilización y fidelización laboral. Oculta tras el concepto de flexibilidad se esconde la intención de institucionalizar un modelo regulador de las relaciones laborales que borre los derechos consagrados tras siglos de lucha. De la guerra de Espartaco contra las legiones romanas al enfrentamiento actual a las ambiciones multinacionales, pasando por la gesta ejemplar de los obreros de todos los oficios en Chicago, a fines del siglo XIX. «

En Latinoamérica también, pero con otra mirada

La idea llegó tímidamente, y desgastada, a tierras americanas. En marzo, la mexicana Pilar Lozano (del Movimiento Ciudadano) presentó al Congreso un proyecto de reforma de la Ley del Trabajo para establecer el cuatro por ocho con el fin de “reducir y flexibilizar la jornada laboral, elevando la productividad”.

El 24 de junio, hace diez días, diputados de los partidos Por la Democracia (PPD) y Socialista (PS) de Chile hicieron pública su propuesta: “Reducir la semana de trabajo en busca de cambiar el paradigma laboral y mejorar la salud física y mental de los empleados”, escribieron los PPD Raúl Soto y Tucapel Jiménez. “Con ello se logrará que exista un mayor compromiso con los objetivos empresariales”, precisó el socialista Gastón Saavedra.

En Argentina, cuando se la consultó sobre el tema, la secretaria de Gestión y Empleo, Ana Castellani, señaló diplomáticamente que “la pandemia nos está poniendo a prueba en muchas cosas vinculadas a cómo concebir el trabajo en el futuro, y esta es una más”. Más directa, una fuente del Ministerio de Trabajo dijo que “una hipotética reducción de la jornada laboral no está en la agenda del gobierno, ni en el corto ni en el mediano plazo”. Al Congreso han entrado distintos proyectos que plantean un cambio y una revisión de la ley de jornada de trabajo. El último es de autoría de Hugo Yasky, diputado y secretario general de la CTA de los Trabajadores. Su propuesta plantea reducir la jornada de 48 a 40 horas semanales para “formalizar miles de empleos”.