Pese a la avalancha informativa que se precipitó en los últimos días, sólo quedó claro, y no mucho más, que Afganistán está enclavado en un territorio árido y montañoso dominado por el macizo del Hindu Kush, la segunda cadena montañosa más alta del mundo, y que sus casi 37 millones de habitantes son musulmanes, severos observantes de la Sharía, la ley islámica donde todo está dicho y prescripto. Conocimientos escolares, podría decirse. Encrucijada entre Asia y Europa, el país no ha sido históricamente codiciado, sólo y nada más que por su ubicación geográfica, sino por su formidable reserva de minerales. Por más que se dieron múltiples explicaciones políticas, las intervenciones militares de la Unión Soviética (1979-1989) y Estados Unidos (2001-2021) apuntaron en esa dirección.

En su década de intervención, los científicos de Moscú establecieron que la potencialidad mineral afgana era infinitamente mayor a lo previsto, pero en los últimos años de presencia soviética, cuando ya se veía el fin, no hubo tiempo de hacer, siquiera, alguna prospección. En la salida urgente de 1989, la documentación producida quedó inexplicablemente olvidada en algún despacho del palacio de gobierno de Kabul. En 2001, con el inicio de los 20 años de intervención norteamericana, la CIA se hizo de esos papeles, que en 2006 fueron enriquecidos por el Geological Survey. Sus expertos establecieron que el subsuelo afgano contenía 600 millones de toneladas de cobre, 2,2 millones de toneladas de mineral de hierro, 1,4 millones de toneladas de “tierras raras”, más litio, oro, plata, zinc, bauxita…

En medio de un mundo que al menos en teoría se propone dejar atrás la era del petróleo y el gas, los combustibles fósiles fuente primera de contaminación atmosférica, Afganistán tiene todo lo necesario para quien quiera portarse bien, y quien parece estar más cerca de hacerse de sus yacimientos es China. Tiene el cobre, básico en la producción de cables eléctricos; el litio, necesario para las baterías recargables en las que se almacenará la energía de los nuevos futuros tiempos; y las tierras raras, un grupo de 17 elementos esenciales para la construcción de los paneles de los parques solares y los generadores de energía eólica, así como para el desarrollo de los automóviles eléctricos. China, junto con Australia y la República Democrática del Congo, son hoy las potencias en materia de litio y tierras raras.

Las riquezas del subsuelo han sido siempre –explotación, guerras y masacres– el blanco de las potencias. Por el petróleo se han arrasado todas las democracias. Llegó ahora el tiempo del litio y las tierras raras, y sin tirar ni una sola bala China, la gran potencia emergente, está negociando o ya se quedó con los yacimientos conocidos. Negocia con Bolivia, dueño de la mayor reserva mundial. En Groenlandia ya explota “tierras raras” de los bordes del Círculo Polar Ártico. Como además es dueña en su propio territorio de las minas de Bayan Obo, la más grande reserva mundial, ha ganado un poder de suministro único. Hoy, EE UU y Europa dependen (82 y 98%) de la provisión de tierras raras suministrada por China. Sería como decir que el desarrollo de Occidente está sujeto a la potencia de Oriente.

Así, con unos buenos modales que contrastan con los bombardeos soviéticos o norteamericanos, China parece haberse ganado la simpatía de los talibanes, que no ignoran que además de sus minerales la potencia asiática tiene otros intereses, geoestratégicos estos. China comparte con Afganistán una frontera mínima de apena 210 kilómetros de largo, el Corredor de Wakhan. Se trata de un terreno complicado para las construcciones viales pero de una situación geográfica vital para la seguridad y la viabilidad del Corredor Económico China-Pakistán, una parte decisiva de la Nueva Ruta de la Seda, el ambicioso complejo carretero-ferroviario-marítimo en el que China trabaja para unir sus puertos con el extremo occidental europeo. En todos los rubros minerales estratégicos, China, que es la única potencia que no se ensució las manos en una aventura intervencionista afgana, lleva la delantera. Es la que suministra lo que ni EE UU ni Europa producen y la única que ya introdujo sus empresas en el territorio que ahora es el califato de los talibanes. Quien quiera meterse en el negocio deberá tener en cuenta las predicciones de la Agencia Internacional de Energía, que estima que se necesita un promedio de 16 años desde el descubrimiento de un yacimiento de litio o tierras raras para que una mina empiece a producir. Además del tiempo de espera se requieren una gran inversión y unos conocimientos técnicos que, por ahora, China domina plenamente, aunque valiéndose de técnicas altamente contaminantes.

Asistencia

Antes, mucho antes de la deshonrosa fuga de las tropas norteamericanas y sus fieles socios occidentales, China ya estaba a la vuelta de la esquina, esperando el momento para hincarle el diente al subsuelo afgano. Desde 2008 tenía una concesión para explotar durante 20 años la gigantesca mina de cobre de Aynak, una región árida situada 30 km al sur de Kabul. No es poco pero el gigante aspira y apunta hacia infinitamente más: al litio, el hierro, el aluminio, el oro, la plata, el zinc, el mercurio, las piedras preciosas y otras tantas riquezas. Y sobre todo a las reservas de las caprichosamente llamadas “tierras raras”, un conjunto de 17 elementos estratégicos de nombre desconocido fuera de los ateneos científicos.

El 18 de agosto, sólo tres días después de la caída de Kabul, China reveló que ya había tenido contactos con los talibanes para ofrecerles su “asistencia” en la etapa de desarrollo minero que se avecina.  Al igual que en Groenlandia, donde entró con el Shenghe Resource Holding y la Greenland Minerals (en este caso asociada con mineras australianas), no necesitó hacer ni estudios de factibilidad, se apoya en las investigaciones previas ordenadas y financiadas por sus competidores. Para este caso, tanto la extinta URSS como EE UU, ambos invasores que intentaron hacerse de los minerales afganos y sólo ejecutaron un genocidio y cosecharon una formidable patada en el traste.