En Argentina se la conoció como “Dr. Insólito o: Como aprendí a dejar de preocuparme y amar la bomba”: Es una película en blanco y negro que dirigió Stanley Kubrick en 1964, plena Guerra Fría pero con los coletazos aún de la Segunda Guerra Mundial. Habían pasado dos años de la Crisis de los Misiles entre EEUU y la Unión Soviética en Cuba. Daba para una tragedia, pero el director de “La Naranja Mecánica” y “2001 Odisea del Espacio” se atrevió a hablar de los mayores temores de la humanidad el tono de sátira. Mejor dicho, como una feroz crítica a la locura nuclear, con un Peter Sellers espectacular interpretando tres papeles -uno de ellos el presidente – y un George Scott haciendo de un psicópata general del alto mando militar estadounidense.

El chiste era que en el Pentágono están armados porque “los comunistas están envenenando a mundo” poniendo flúor en el agua, en dentífricos, en productos alimenticios. Los  científicos de ambas potencias, además, habían desarrollado artilugios bélicos para que en caso de la menor chispa se desencadenara una guerra que terminaría con casi toda la población terrestre.

Uno de los personajes de Sellers era el Doctor Strangelove, un nazi al servicio de EEUU, que al huir de la Alemania vencida se cambio el apellido original, Merkwürdigeliebe, “para convertirse en ciudadano”. Cada uno de los personajes tiene un nombre a tono con toda la película. En ambos idiomas el apellido significa Extraño Amor. Cosas de las distribuidoras, en castellano derivó en Insólito.

En una escena de las más ácidas del filme, alguien dice algo así como “ahora veremos si los nazis de ellos son mejores que los nuestros”, en referencia a los científicos que pasaron a trabajar para cada uno de los costados de aquel enfrentamiento de los 60s.

En estos días de tensión en Ucrania y ante el riesgo de que todo se desmadre y termine en un holocausto nuclear, es llamativa la facilidad con que la palabra nazi aparece en los discursos de todos los contendientes.

Una imagen que circuló estos días mostraba a Vladimir Putin luciendo bigotito hitleriano -el mostacho “cepillo de dientes” es un recurso económico e ilustrativo como ninguno para el brulote- mientras que el presidente ruso puso entre sus razones para ordenar el operativo la “desnazificación” del país.

En tren de facilitar las cosas, no son pocos los comunicadores que explican la crisis en Ucrania como una muestra de la locura y las ansias expansionistas de Putin, y sectores del departamento de Estado deslizan que sería bueno para los rusos un cambio de régimen. Eso es, que saquen del medio al hombre que dirigió los destinos de ese extenso país en los últimos casi 23 años. No dicen por qué recién ahora al presidente ruso se le soltó la correa, como se dicen en el campo. ¿Tanto tiempo necesitó para le creciera un pequeño bigote rectangular? Es más, en vista de los argumentos que esgrimió Putin, podría decirse que se demoró bastante en hacerlo.

Es bueno recordar un modo de falacia argumentativa desarrollada -también irónicamente- por el filósofo alemán Leo Strauss: la reductio ad Hitlerum o argumentum ad nazium. Sostiene que cualquier debate -lo que es muy visible en estos tiempos de redes sociales- suele llegar a un punto en que alguien califica al pensamiento del otro de nazi. Con lo cual se termina la posibilidad de debate, aunque no se llega a ninguna razón.

El presidente ruso señaló en su mensaje del día 24 de febrero a los sectores neonazis enquistados en el gobierno que asumió en Kiev tras el golpe de 2014 y los acusa de perseguir a los prorrusos del este ucraniano, la región del Donbass, y de estar llevando a cabo una “limpieza étnica”, un concepto acuñado en la guerra civil de Yugoslavia en los 90, un genocidio en que la OTAN hizo, por lo menos, la vista gorda.

El Batallón Azov, al que refiere Putin, está formado por grupos de neonazis que reivindican sin sonrojarse la invasión alemana de 1941. Son herederos ideológicos de aquellos ucranianos que apoyaron a las tropas y al adalid de aquella aventura, Stepan Bandera. Su símbolo es el Wolfsangel, la estilización de una trampa para lobos que se convirtió en insignia nazi y está prohibida en Alemania.

La “facilidad” discursiva en diversos medios para atribuir el curso de la historia a un individuo permite la exculpación no menos fácil de multitudes críticas. Tiene algo de “explicación Hollywood” de los hechos. Un líder demente arrastra a pueblos enteros a la barbarie. Si el serbiobosnio Ratko Mladić es el único culpable de la masacre de Srebrenica, son muchos los que pueden respirar tranquilos.  Muerto Hitler desaparece el nazismo y los alemanes en su conjunto eran inocentes de los crímenes del nazismo. Lo cual es una aberración. No todos consintieron la Shoah, pero nadie podría haber dicho que no sabía nada. Lo mismo sucedió en Argentina durante la dictadura: los militares no fueron los únicos culpables del genocidio, y todos sabíamos.

Culpar a sólo a Hitler soluciona la incertidumbre de quienes no aspiran a hurgar demasiado en el fondo de los acontecimientos o prefieren no cargar con culpas propias. Pero no explica los hechos y mucho menos permitiría interpretar los senderos por los que transcurren. Si fuera tan sencillo, no estarían resurgiendo el nazismo, el racismo, los crímenes de odio, en un continente que apenas ayer como quien dice, pasó por los mayores horrores. No habría Batallones Azov si se creyera que bastaba apenas con eliminar a un desquiciado al mando de una potencia militar. Pero también podría ser que la mejor manera de ocultar un elefante en una calle es llenarla de elefantes.

En un momento del filme de Kubrick, Strangelove (está en una silla de ruedas, tiene un guante de cuero negro en la mano derecha que da la impresión de ser ortopédica, pero cada tanto se levanta, ingobernable, haciendo el saludo nazi) habla con el presidente estadounidense y lo llama «mein fürer», aunque después se corrige. El director muestra al mandatario, que también interpreta Sellers, como el único personaje racional en todo ese lío armado por paranoicos y delirantes con poder nuclear que trata por todos los medios hablar con el líder soviético para evitar una tragedia. Da para pensar.