El “milagro económico peruano” es un caballito de batalla que desde hace décadas pregonan los foros neoliberales de la región. Se aceleró su difusión tras las revueltas en Chile en 2019 -cuando se puso en duda la ventaja de aplicar a rajatabla los postulados de la Escuela de Chicago en el país trasandino- y vuelve a relucir en estos días, tras la caída del gobierno de Pedro Castillo. Pero en el caso peruano, todo se potencia porque su modelo es la contracara del chileno. Lo que en Chile era crecimiento económico más estabilidad política, en Perú es aumento constante del PBI con crisis permanente. En ambos casos, el modelo cierra con desigualdad y exclusión, pero ese es un “daño colateral”, para esos propaladores.

Desde los “mercados” aplaudieron el modelo chileno basado en las “bondades” de la constitución pinochetista, aunque ese dato lo callan estratégicamente. En Perú, celebran la constitución fujimorista, con el mismo silencio cómplice. No es para menos: Augusto Pinochet fue un dictador responsable de crímenes de lesa humanidad y Alberto Fujimori está preso, condenado también por violaciones a los Derechos Humanos. Un artículo fresquito de estos días de BBC Mundo analiza el “milagro peruano”. Según el Banco Mundial, el PBI creció seis veces desde 1993 -al año del golpe de Fujimori contra el Congreso y el dictado de la actual constitución- y la pobreza bajó de 58% a los actuales 30 puntos. El éxito, según los popes consultados por el medio de origen británico, es: un Banco Central independiente, un marco constitucional que impide que los contratos firmados con los capitales privados puedan ser modificados a posterioridad -estabilidad jurídica que le dicen- y la continuidad de esas políticas a través de ministros de economía respetuosos de este “ideario”, que de todas maneras, por si quisieran sacar los pies del plató, tienen otro artículo constitucional que impide aumentar el gasto público.

Para tener en cuenta, una de las primeras medidas de Michel Temer ni bien llegó al Planalto tras el golpe contra Dilma Rousseff, en agosto de 2016, fue promover una reforma constitucional para congelar por 20 años el gasto público. Fue su manera de “calmar a los mercados” en medio de la inestabilidad política que atraviesa el país desde entonces.

Entre las pocas cosas positivas que le reconocen a Castillo, la que se destaca es que todos los ministros de Economía de su breve mandato fueron “del palo”. Pedro Francke venía del Banco Mundial, Óscar Graham tiene un máster en la Queen Mary University of London y Kurt Burneo uno en la Universidad de San Pablo. Todos ellos ocuparon previamente cargos similares en gobiernos de Ollanta Humala, Alejandro Toledo y Francisco Sagasti. Garantizaban estabilidad “macro”. “Todos los ministros han sido funcionarios de calidad y en general el Ministerio ha llevado a cabo las políticas económicas adecuadas al momento”, dice a BBC Mundo Waldo Mendoza, que fuera ministro con el interino Sagasti.

Castillo asumió con el compromiso de modificar la Carta Magna pero no llegó a mover ninguna ficha para lograrlo. Más allá de su voluntad o inoperancia, su fracaso puede anotarse como el triunfo de la inestabilidad política. Si la economía -en manos privadas y en el caso peruano, extranjeras- muestra tres décadas de crecimiento, ¿para que se necesita estabilidad política? Sobre todo si esa estabilidad implica responder a las demandas populares. En Chile, Gabriel Boric tampoco tuvo éxito en modificar la ley de leyes.

El modelo peruano es que los estamentos políticos solo sirven para legalizar contratos inmodificables y el estado tiene que ser garante de la seguridad para hacer respetar esos documentos. El control monetario, además, tiene que ser independiente del Poder Ejecutivo. El resto es circo para la tribuna, pero sin pan. Un modelo de exportación que sectores económicos vernáculos miran con entusiasmo.