Esta semana Perú volvió a copar la agenda mediática. Esta vez por las protestas detonadas por el alza en los precios de los combustibles y del costo de vida en general, coletazos de la guerra en Ucrania que agudizan una crítica situación social acumulada en años. La incapacidad de Pedro Castillo para gestionar el conflicto -con un torpe y fugaz toque de queda- amplificó el malestar y lo dejó más débil y aislado, mientras la derecha se relame y prepara el zarpazo final.

Se trata de un nuevo capítulo en el bizarro derrotero político-social peruano de las últimas décadas, que va de crisis en crisis, de escándalo en escándalo, de presidente en presidente. Ninguno logra terminar su mandato: ya pasaron cinco en los últimos cuatro años, y si miramos los últimos seis jefes de Estado electos (desde el año 2000), todos terminaron destituidos y/o presos, a excepción de Alan García que se pegó un tiro antes de ser detenido. Todo indica que Castillo no será la excepción.

La crisis desatada esta semana conjuga elementos novedosos y dilemas estructurales. Son las primeras manifestaciones populares contra Castillo desde que asumió hace poco más de ocho meses. El sacudón en el precio de los combustibles fue el detonante para que el 28 de marzo el gremio de transportistas comenzara un paro junto a trabajadores agropecuarios en distintas regiones del país. Luego se fueron sumando otros sectores y este jueves las principales centrales sindicales marcharon por las calles de Lima.

Como viene sucediendo en casi todo el mundo, se siente fuerte el encarecimiento de los alimentos. El índice de precios del consumidor creció 1,48% en marzo y se convirtió en la variación mensual más alta en 26 años, según el Instituto Nacional de Estadística del Perú.

Para apaciguar el descontento, Castillo anunció la eliminación de un impuesto al consumo del combustible y un aumento del 10% del sueldo mínimo; medidas que sonaron a parches en un país con más del 70% de trabajadores en la informalidad. Algunas declaraciones desafortunadas contra las y los manifestantes y el decreto de “inmovilidad social”, que a las horas tuvo que levantar, sólo echaron más leña al fuego.

Con este caldo de cultivo, la derecha se frota las manos para volver a aplicar la doctrina golpista, legalizada en el sistema político peruano como herencia de la dictadura fujimorista. Un sistema pseudo parlamentarista, donde el Congreso debe dar el visto bueno a todos los ministros (Castillo ya va por su cuarto gabinete) y tiene siempre en la manga esa insólita herramienta de “vacancia por incapacidad moral” para tumbar a cualquier presidente en cualquier momento y con cualquier pretexto. Castillo ya zafó de dos votaciones de destitución en lo poquito que lleva de gobierno.

Con la irrupción de un presidente del Perú tierra adentro, maestro rural y líder sindical, parecía que la historia podía cambiar. Que por fin llegaba la hora de la revancha plebeya y el ocaso de la larga noche neoliberal. Pero no. Asediado por los poderes fácticos desde el día 1, Castillo cedió a las presiones, giró a la derecha, perdió a la mayoría de sus aliados, resignó sus promesas de transformación y defraudó a millones que se habían ilusionado en el país y en América Latina.

Mientras el Perú se sigue hundiendo en la putrefacción crónica de su régimen político, Castillo luce cada vez más débil y va derecho a convertirse en otro presidente descartable, fagocitado por esta débil democracia secuestrada por las élites.

Otro presidente carcomido por un país ingobernable, que desperdicia una oportunidad histórica y camina hacia un triste y solitario final.