En 1884 los pocos habitantes de un pequeño pueblito de Texas, enterados de que en ese estado –que pertenecía a México y EE UU anexionó en 1845– había ya una localidad llamada Montana, decidieron cambiar el nombre por Utopía. Nombre profético para colonos que prosperaron en tierras tomadas a los comanches a punta de fusil. A 70 kilómetros de allí, en la capital del condado de Uvalde, el martes un joven de origen mexicano, Salvador Ramos, de 18 años, mató a 19 nenes y dos maestras de la escuela primaria Robb.

En el colegio de Utopía están convencidos del remedio contra matanzas como esa. Los docentes están armados. «No hay forma de evitar al 100% que ocurran cosas así», dice Michael Derry, director del distrito escolar de esa aldea de 241 habitantes, «pero creo que el hecho de que se sepa que hay personas armadas aquí y que harán lo que sea necesario para proteger a los niños es muy disuasorio», agrega, según un cable de AFP.

Los casos de la escuela de Uvalde y diez días antes del supermercado de Buffalo horrorizan a parte de EE UU. Los demócratas usualmente coinciden en la indignación y prometen controles de armas. Pero nunca pasaron del gesto compungido de ocasión. Como Joe Biden ahora, Barack Obama en las cuatro grandes masacres durante su gestión o Bill Clinton en la primera de esa lista, la del colegio Columbine, en Jefferson, Colorado, en abril de 1999, magistralmente desmenuzada por el cineasta Michael Moore. 

Si bien los republicanos se oponen a todo tipo de control, amparados en la segunda enmienda constitucional, el perverso gusto por las armas encandila a más que ese primitivo sector de la sociedad. Biden, el condolido mandatario que este domingo visitará Uvalde para acompañar a los familiares de la víctimas y jura estar “harto de lo que está ocurriendo”, hace algunas semanas pidió 33 mil millones de dólares para proveer de armas a Ucrania y logró, para tranquilidad de la industria militar, 40 mil millones, que con otras tandas anteriores suman 57 mil millones para sostener la guerra contra Rusia.

El argumento para tal liberalidad presupuestaria es la defensa de los grandes valores de la democracia, la civilización, la libertad. Los mismos usados para apoyar golpes de Estado, como en América Latina, por cierto.

Desde el fondo de su historia, las armas son casi el único artefacto en la caja de herramientas estadounidense. Una frase que se atribuye a Al Capone define esa cosmovisión: “Se consiguen más cosas con una pistola y palabras amables que solamente con palabras amables”. Y sí, EE UU se expandió a base de cowboys que impusieron sus leyes a punta de revólver Colt, un ejército que recurrió a fusiles Remington contra pueblos originarios y gangsters que dominaron regiones enteras con ametralladoras Thompson.

Quizás las matanzas que se suceden desde la secundaria de Columbine no sean sino la expresión de que dentro de EE UU queda poco territorio por conquistar. O simplemente la manifestación de una sociedad enferma.

Queda el recurso de tratar la angustia matando a mansalva en el resto del mundo, una medicación muy aplicada desde el 11-S de 2001, poco después de Columbine. Contra enemigos reales o imaginarios a los que solo cabe aplicar la ley del Oeste, o de la Mafia, que para el caso da igual.

Porque tienen armas de destrucción masiva. Porque son una amenaza contra nuestra seguridad. Porque forman parte del Eje del Mal. Porque no aceptan un orden internacional basado en reglas. Nuestras reglas.

Se trata de una Utopía. Pero no la de Tomás Moro y mucho menos la de Eduardo Galeano. Es la de maestros armados por si alguien entra al colegio dispuesto a matar a nuestros niños. O la que desarrolla artefactos letales para enfrentar a quienes atenten contra nuestros valores occidentales y cristianos –como la libertad de ir armado, por ejemplo– en cualquier rincón del planeta.  «