Un país futbolizado acaba de entrar en trance por una final de Copa Libertadores. Que sean Boca y River los que la definan, los dos equipos que construyeron la rivalidad pletórica del fútbol argentino, el superclásico, convierte a una serie extraordinaria en una pieza de novela. Se trata de dos partidos que todavía esperan la resolución al reclamo de Gremio por la visita de Marcelo Gallardo al vestuario de su equipo, que se jugarán los sábados 10 y 24 de este mes, a las 16, antes de la cumbre del G20, y que se quieren organizar sin público visitante a pesar de que no rige esa prohibición para la Libertadores. Son dos partidos de consecuencias aún impredecibles, pero en los que nadie duda de que se pondrá en juego un honor que sobrepasa a la disputa de una copa.

Hinchas de River y Boca se convencían los días previos en que lo mejor era no cruzarse, tener una final normal, con rivales menos íntimos. Están todavía los que sostienen que a la historia del equipo que pierda la acompañará, desde entonces, un daño irreparable. Es una exageración que, de todos modos, se pueden entender en estas horas de nervios y que seguirá ensanchándose acorde se acerque la definición. Todo pasa en el fútbol. Aunque es cierto que la derrota tardará en volverse tolerable.

Hasta el presidente Mauricio Macri intervino días atrás rogando en una radio de La Rioja que no haya una final entre Boca y River. “Son tres semanas de no dormir, el que pierda va a tardar veinte años en recuperarse”, dijo. Al Gobierno le preocupa la seguridad del partido dentro de un fútbol que vive en estado de transición. Un fútbol que sólo puede organizar otro clásico, el rosarino, sin público en la cancha; que reorganiza fechas y horarios de manera permanente (aunque esto sea más prolijo desde la creación de la Superliga), un fútbol donde el oficialismo presiona sobre las cuentas de los clubes a cambio de que le abran la puerta a las sociedades anónimas. Un fútbol que todavía no sabe por dónde buscar al entrenador de su selección.

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Boca y River se meten entre la reunión del G20, del 28 de noviembre al 2 de diciembre. La idea, entonces, es que puedan jugar ambos partidos los sábados 10 y 24 de este mes, lo que implicará además la suspensión de dos fechas del torneo local para ambos. Martín Ocampo, ministro de Seguridad y Justicia porteño, ya adelantó que no habrá público visitante, una excepción que se hizo regla, incluso donde no existe esa prohibición, como ocurre como la Copa Libertadores. Pero hay excepciones que ya son regla.

Esa discusión persistirá en estos días, como sucederá con la televisación del partido. Los artículos 77 y 78 de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, que todavía se mantienen vigentes, indican que acontecimientos de interés general deben ser transmitidos por una señal de aire. Pero el Gobierno incumple lo que todavía queda en pie de esa norma, y de hecho nunca convocó a audiencias para realizar los listados de esos acontecimientos, como marca la ley. “Hay dependencia de lo que haga el Poder Ejecutivo Nacional y hubo modificatorias para que no pese sobre el fútbol local. Sin dudas, debe ir por la Televisión Pública”, aclara Agustin Espada, magister en industrias culturales de la Universidad de Quilmes, especialista en medios de comunicación. Salvando las diferencias. Los antecedentes no son los mejores. El año pasado, las finales de Copa Libertadores, con Lanús, y Sudamericana, con Independiente, fueron televisadas por cable.

Hasta este año, Boca y River sólo habían jugado una final, la del Nacional de 1976, en cancha de Racing. Boca ganó ese partido con gol de Suñé, el gol fantasma, nunca más pudo volver a reproducirse. Pero en marzo, se jugó la final de la Supercopa argentina. La ganó River dos a cero en Mendoza. Ninguno se compara con la tercera, la que se viene, los quince días que paralizarán al fútbol argentino.