En el ambiente se respiraba un clima denso ese nublado mediodía del 9 de abril de 1948 cuando el carismático líder liberal Jorge Eliécer Gaitán salió de su oficina en el centro de Bogotá. Tras años de un período que se llamó La Violencia, entre conservadores y liberales -y que con lujo de detalles contó Gabriel García Márquez- los sectores más pobres de la sociedad colombiana veían en Gaitán, un abo-gado que hoy sería considerado “progresista”, una esperanza para sus anhelos de paz y mejores oportunidades. Pero su candidatura a la presidencia incomodaba a la derecha local y a las élites vinculadas a Estados Unidos.

Gaitán caminó unos pocos metros entre los seguidores que solían hacerle vigilia, cuando un joven de 26 años le acertó tres disparos, uno en la nuca y dos en la espalda. El hombre que seguramente iba a ganar la elección de 1949 se desangró camino al hospital. El asesino fue linchado por una multitud. Nunca se pudo saber si actuó solo o era un sicario.

El crimen de Gaitán desencadenó la ira de la población que, enardecida, desencadenó el “Bogotazo”. Por esos días se desarrollaba en la capital colombiana la IX Conferencia Panamericana, a impulsos de la Casa Blanca en el marco del inicio de la Guerra Fría. La sesión de ese 9 de abril se suspendió por los disturbios. El 30 se fundó oficialmente la Organización de Estados Americanos (OEA).

Con los años, bloqueadas las salidas políticas, Colombia derivó en la lucha armada, una tragedia de la que el país aún intenta volver. Las enciclopedias recuerdan una frase premonitoria de Gaitán. “Ninguna mano del pueblo se levantará contra mí, y la oligarquía no me mata porque sabe que si lo hace el país se vuelca y las aguas demorarán cincuenta años en regresar a su nivel normal”, escribió en una columna periodística. Dos caudillos conservadores desnudarían las verdaderas intenciones de esa oligarquía: “Creo que la guerra civil es inevitable, quiera Dios que la ganemos nosotros…”, dijo Laureano Gómez, quien también ejerció el periodismo. “A este país lo pacificamos a sangre y fuego”, prometió José Antonio Montalvo, que ocupó las carteras de Justicia, Gobierno, Industrias y Relaciones Exteriores.

Si se discute el rol de los medios en la incitación a la violencia en momentos de tensiones sociales extremas, es bueno recordar el genocidio de Ruanda, una atroz matanza de un millón de pobladores de la comunidad tutsi a manos de hutus, entre el 7 de abril y el 15 de julio de 1994. Las masacres estallaron tras el atentado contra los presidentes Juvénal Habyarimana, ruandés, y el burundés Cyprien Ntaryamira, de la etnia hutu.

En noviembre de 1994, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas creó el Tribunal Penal Internacional para Ruanda, que juz-garía a los responsables del genocidio. En total, fueron condenadas 61 personas, entre políticos, militares, empresarios y civiles.

En diciembre de 2003 recibieron una sentencia a cadena perpetua Ferdinand Nahimana, de 53 años, que había sido director de Ra-dio Televisión Mil Colinas (RTLM), y Hassan Ngeze, de 42, jefe de redacción de la revista Kangura. Jean Bosco Barayagwiza, de 50 años, fundador de la RTLM, recibió un pena de 35 años de prisión. En todos los casos, por delitos de odio.

«Ustedes sabían del poder que tenían las palabras», argumenta el fallo, pero «no respetaron la responsabilidad que conlleva la libertad de expresión y envenenaron las mentes de sus lectores (y oyentes, y de ese modo) prepararon el terreno para el genocidio», concluye. «