Quedaron clausurados los debates en torno al secreto oculto del artefacto Cambiemos: la derecha inteligente que no era tanto; la magistral genialidad estratégica del microajuste permanente con rostro humano; el mito de la gran bestia PRO que encendía en sueños la vigilia, el inexplicable «consenso» masoquista de los ajustados, la experiencia inédita de los dueños del país que ocuparon el Estado con votos y sin botas.

El gobierno se despliega en modo aceleración y agita a los cuatro vientos su programa, la forma coincide con el contenido, la esencia con la apariencia y el macrismo con su verdad. 

«Empleo de halagos, falsas promesas que son populares pero difíciles de cumplir y otros procedimientos similares para convencer al pueblo y convertirlo en instrumento de la propia ambición política.» Así es la definición elemental que da el diccionario sobre el concepto de demagogia. 

Fue la práctica y el discurso de Cambiemos en 2015, repetida en 2017 y combinada con el consenso negativo hacia la administración precedente y el mal llamado «gradualismo» financiado por la amplia capacidad de endeudamiento del país que se había logrado con la curiosa metodología de castigar al FMI a billetazos limpios.

El ajuste sólo fue relativamente escalonado en los aspectos que podían alterar los ánimos de la opinión pública. Pero fue combinado con una celeridad profunda en las medidas que prepararon el terreno para el estallido de la «turbulencia» cambiaria, devenida en aguda crisis política: deuda sin límite, ningún control a la entrada o salida de capitales, apertura salvaje de la economía e instauración de zona libre de impuestos en las ramas más productivas de la primarizada economía argentina. 

El gradualismo no expresaba la elección inteligente de las luminarias de la derecha. Era la manifestación de una impotencia y un laberinto: las difíciles condiciones para ajustar –a la medida de las necesidades de los empresarios–, producto de la inexistencia de una crisis que desplegará terror y de las relaciones de fuerzas basadas en una recomposición social después de años de expansión económica.

Del cambio sin crisis a la crisis sin cambio 

Frente a la reciente corrida cambiaria, las plumas de la derecha tienen una peculiar posición bipolar. Cuando miran hacia arriba pretenden que se reduzca a una «turbulencia», pero hacia abajo desean que opere como disciplinadora de manera equivalente a los colapsos producidos en 1989 o la larga crisis que estalló en 2001. 

Pero para transformar sus anhelos en realidad tienen algunos problemas: por un lado, la intensidad de la crisis no alcanzó (aún) a los niveles catastróficos de las anteriores; en segundo lugar, las administraciones que asumían en aquellos tiempos contaban con volumen político y podían responsabilizar en un ciento por ciento a las gestiones salientes.  El macrismo lleva más de dos años en el poder y las encuestas muestran que es blanco del malestar y la bronca creciente; por último, last but not least, en aquellos experimentos mediaron derrotas y retrocesos cualitativos de los trabajadores y los sectores populares que, pese a los avances actuales, no se produjeron todavía y nada dice que en estas condiciones vayan a tener éxito en la patriada. 

Hay 2018 

En ese contexto se inscribe la operación deliberadamente armada alrededor de los trabajadores y las trabajadoras del Subterráneo de Buenos Aires. Horacio Rodríguez Larreta, al que muchos llegaron a calificar –sin ruborizarse– como la tendencia socialdemócrata del PRO, decidió convertir a la lucha de los Metrodelegados (así como María Eugenia Vidal hace con la docencia bonaerense) en un conflicto testigo para mostrar la voluntad estratégica de ajustar a la medida del FMI.

Si las paritarias en curso (o las cerradas en disputa por reabrirse) logran romper el techo de un 15% promedio –en los hechos un recorte salarial que puede rondar entre 10 y 15 puntos porcentuales– la devaluación impuesta quedaría licuada como triunfo pírrico sin pena y sin gloria. Además, en el caso del Subte se combina con la apuesta a la confirmación de un tarifazo indispensable para su lógica de reducción del déficit fiscal. Las imágenes violentas de la Infantería en los túneles, la detención arbitraria de delegados y empleados y la declaración de ilegalidad del sindicato legítimo tienen ese telón de fondo.

La orientación parlamentarista que determina al grueso de las conducciones sindicales (con el norte de pequeña política: «Hay 2019») es funcional al objetivo de la derecha sincerada, que es absolutamente consciente de que antes «hay 2018”. 

Mientras el macrismo centraliza el comando para el ajuste y nombra un «superministro», tan reclamado por el «círculo rojo» y por el FMI, las direcciones sindicales disgregan la resistencia y la subordinan al objetivo político de armar una coalición que, a lo sumo, se postule para realizar un control de daños de un país arrasado por sus dueños.

La experiencia de estos dos años demostró que lo único que debilitó el avance del ajuste (bautizado como «reformismo permanente» después del triunfo electoral de octubre del año pasado) fue la calle: diciembre,  el mes que parece condenado a cobijar los verdaderos hechos malditos para el país burgués en la siempre contenciosa sociedad argentina. 

El «golpe de mercado» que le marcó la cancha al gobierno puede ser considerado en la dinámica de los acontecimientos como un «antidiciembre» que impuso el tránsito del «plan perdurar» al «plan sincerar».

En el marco de la catástrofe que nos amenaza, las condiciones para enfrentar el ajuste muestran amplias posibilidades y talones de Aquiles del otrora imbatible cambiemismo. Hay un gobierno débil, cruzado por contradicciones internas y una disgregación y desconfianza que alcanza incluso a sus bases de sustentación. Pero el cambio es aquí y el cambio es ahora. El peor pecado que se puede cometer justo cuando el enemigo echa mano a la espada es salir a su encuentro con una folklórica ceremonia. «