Este es el primer recuerdo que tengo de Leandro: estábamos uno al lado del otro bajando las escaleras de la Escuela Laura y Henry Fishbach. Leandro tenía el pelo corto, enrulado, era alto y de cara angulosa. Yo era gordito, de pelo largo y cara redonda. Ambos teníamos nueve años.

Al girar la cabeza, por los huecos de la reja al costado de la escalera se veía hacia abajo el pasillo ancho de ingreso a la escuela al que daban las aulas de la planta baja.

«Ahí mucho no se puede hacer -me dijo Leandro, que había sido el primero de mis compañeros que se me acercó-. Podés ir a jugar a la pelota al patio que está en el tercer piso. Si no está la terraza también».

Llegamos a la planta baja  y pasamos junto a un aula. Se veían los pupitres vacíos por la ventana. Leandro se dio vuelta y me preguntó:

-¿Vos viviste en México? Por lo que contó Nedi (la maestra).

-Sí, volví con mi mamá hace unos meses. Vivimos con mis abuelos al principio, pero ahora ya nos mudamos a un departamento los dos solos.

-Todavía te sale un poco de acento mexicano.

Era marzo de 1983. Era el primer día de clases de cuarto grado. Hace cinco meses que vivía en la Argentina. Había vuelto con mi mamá del exilio luego de pasar mis primeros nueve años de vida en dos países distintos, Ecuador y México. Mi lugar de nacimiento me resultaba totalmente ajeno.     

Luego de esa breve charla, Leandro y yo nos volvimos inseparables: en los recreos íbamos a jugar al fútbol al patio que tenía los arcos pintados en las paredes; a veces nos quedábamos jugando al tineti sentados en el piso del pasillo al que daban las aulas. A la hora del almuerzo, nos sentábamos uno al lado del otro en el gran salón del comedor de la escuela y armábamos guerra de pedacitos de pan.

Comenzamos a vernos fuera de la escuela. Leandro venía a mi casa y se quedaba a dormir. Mi mamá nos dejaba hacer cualquier cosa. Poníamos dos sillones individuales enfrentados del lado del respaldo y colocábamos una sábana con elástico para armar carpa. Metíamos un colchón debajo y dormíamos ahí.

Una tarde, Leandro me invitó a la casa de su abuela. Quedaba en un edificio sobre la avenida Rivadavia. Era un departamento con un balcón a lo largo. Había una mesa de madera maciza y un mueble antiguo en el que la abuela guardada la vajilla. Tenía copas con el vidrio laqueado en el cáliz y platos de porcelana blanca con dibujos en los bordes.

Leandro cerró la puerta del mueble y me miró:

-Te quiero a mostrar algo.

Puso sus dos manos entre el mueble y la pared. Empujó hacia atrás. Las patas del modular rechinaron al arrastrarse por el piso de madera. Leandro me hizo una seña con la mano para que me acercara. Me paré detrás de él.

«¿Ves? -dijo y señaló un hueco en la pared-. Es un escondite». Miró por encima del hombro: «Vamos».

Movió más hacia atrás el modular. Se agachó y se metió en el hueco. Fui detrás de él. Era un espacio pequeño. No había forma de estar parado. Las paredes eran blancas. Leandro estiró los brazos, agarró una de las patas del mueble y lo trajo hacia la pared hasta que cerró la salida. Por debajo del modular entraba un haz de luz que permitía vernos las caras en la penumbra. Dijo:

-Te quiero contar algo.

-En este lugar deberías tener una linterna -le dije-. Hasta podríamos quedarnos a dormir acá. 

-Una vez quise hacerlo, pero mi abuela no me dejó. Me voy a ir a vivir a México.

-Sí, cuando seas adulto. 

-No, me voy ahora. Mis viejos consiguieron trabajo allá y la situación acá está muy difícil para ellos. Van a poder trabajar los dos en una empresa importante  como científicos. Acá dicen que no pueden conseguir algo así.

Me quedé en silencio. Pensé en México: recordé la Villa Olímpica, las tardes andando en bicicleta por el barrio con mis amigos; los campeonatos de fútbol los sábados, que se jugaban en las canchas que habían construido para los atletas de las olimpiadas de 1968. Recordé las veces en las que salíamos por el barrio con mis amigos  Terán, que vivían en el departamento de al lado. Nos quedábamos dando vueltas por el barrio hasta que se hacía de noche. Mi mamá salía a buscarnos con su Volkswagen escarabajo color amarillo.

-¿Adónde van a vivir? -le pregunté.

-Mi mamá habló con la tuya y creo que vamos a instalarnos en la Villa Olímpica.

-¿Cuándo te vas?

-Después de las vacaciones de invierno para poder empezar las clases allá cuando empiece el año lectivo.

Los tres meses siguientes nuestra amistad siguió igual. Me quedaba una vez por semana a dormir en su casa. Me fui haciendo otros amigos que luego serían como hermanos, pero en esos meses con quien más tiempo pasaba era con Leandro.

El día en que partía hacia México, un grupo grande de compañeros del grado fuimos al aeropuerto de Ezeiza. Tomé el colectivo 86 con mi mamá y llegamos a la terminal de la que salían los vuelos de Aerolíneas Argentinas.

Había varios chicos y chicas del grado. Nos pusimos a jugar. Había dos escaleras mecánicas que daban al hall central, una junto a la otra, separadas por una estructura del metal que podía funcionar como tobogán. Subíamos por la escalera, llegábamos al primer piso, y nos tirábamos por el tobogán. Los guardias de seguridad del aeropuerto con sus uniformes azul marino vinieron varias veces a decirnos que no podíamos hacer eso, que era peligroso. No les hicimos caso. Leandro jugaba mientras sus padres hacían los trámites parados delante del mostrador de Aerolíneas y rodeados de valijas de distintos tamaños. 

La última imagen que tengo de ese día es la de Leandro en la escalera mecánica que subía, parado al lado de su hermano. En el escalón detrás iban su papá y su mamá. Los cuatro nos saludaban con la mano.

Había encontrado un lazo con la Argentina y a los pocos meses se había quebrado. México era como un imán. Nuestra amistad se forjó en seis meses, venció el tiempo y la distancia, como si hubiéramos hecho un pacto de sangre. Cada vez que nos vemos, no importa cuánto tiempo haya pasado, es como si hubiéramos hablado el día anterior. Nuestro destino común, a mitad de camino entre Argentina y México, es el escondite en la pared detrás del modular. Un lugar del que jamás podremos salir.