Palabra internacional del año 2016 para la Universidad de Oxford «posverdad» sigue sacando pecho porque recientemente la Real Academia Española la incorporó a su diccionario. Aunque se pierda, o pase relativamente inadvertida entre los 85 mil términos, el hecho de que haya obtenido un lugar en ese prestigioso volumen es algo tan singular como preocupante. 

Tal vez el libro maestro de la lengua española defina a este sustantivo (que ya dejó atrás su condición de neologismo) como una información no apoyada en comprobaciones objetivas sino basada en emociones, creencias y deseos. Eso, desde lo políticamente correcto. Omitirá lo incorrecto: su vínculo con la falsedad, con la manipulación, con la deshonestidad, con los intereses poco éticos. Y, especialmente, ignorará lo que a muchos (entre los que me incluyo) nos perturba bastante. ¿Qué pasará cuando en el periodismo los recursos de la posverdad le ganen por goleada a los de la verdad?  Ese resultado adverso determinará, no la salida de algún director técnico, sino el fin de este querido oficio tal como lo aprendimos y pretendemos seguir practicándolo.

Mas allá de esta invitada de piedra que es la posverdad, vivimos un momento periodístico caracterizado por las verdades a medias o por lisas y llanas mentiras. 

Veamos algunos antecedentes y cercanas consecuencias.

Entre nosotros está la frase, tan antológica que ya ni dueño tiene, de cierto importante secretario de redacción que un día humilló a un joven cronista diciéndole: «Que la verdad no se interponga entre vos y una primicia». O los jerarcas que todavía hoy amenazan a sus subordinados diciendo: «Si no volvés con la nota, mejor no vuelvas». Antes, y también después de la sinceridad brutal de algunos directivos, en el fragor de un cierre, cualquiera de nosotros escribió a partir de una foto de agencia de la que desconocíamos toda filiación, 50 líneas chispeantes.Eso no es posverdad. En cualquier lugar del mundo eso remite a lo pintoresco de la tarea. Desarrollada aquí, se denomina picaresca criolla.Al revelarlo. nos ruborizamos, pero no jodemos a nadie.

En la década del ’60 el llamado «Nuevo Periodismo» dio vuelta a la actividad. La corriente originó textos memorables, pero también, legitimó la costumbre de que la realidad podía (y debía) ser objeto de construcción. El género admitía como existentes situaciones imaginarias e impuso un estilo de narración en la que la fuerza de la belleza literaria superó al rigor de la verdad. Como quien dice: el escritor famoso, puesto a periodista, no tenía la obligación de registrar la historia: la creaba, gracias a su «inagotable imaginación» y a su «prodigiosa pluma». Eso, también, trajo consecuencias indeseables .

Nunca como en los últimos 20 años se registraron tantos casos de periodistas sorprendidos in fraganti tirando noticias truchas, inventando coberturas, manejando fuentes completamente flojas de papeles, distribuyendo pescado podrido. En el Primer Mundo esta clase de escándalos son atribuidos a una modalidad profesional caracterizada por una competencia feroz, capaz de liquidar el mínimo atisbo de buena fe. En países como el nuestro influyen motivos distintos, como las limitaciones económicas, la falta de rigor, la carencia de adecuados controles en el chequeo final de una investigación y, en especial, la necesidad de algunas empresas periodísticas de sintonizar sus revelaciones con sus múltiples intereses. Es como si alguien, con un vozarrón importante ordenara: «Dejen de molestar a la gente con grandes verdades». Desde el humor, salida más que recomendable para este tiempo, Rudy lo define así: «Nada de mentiras, pura posverdad».

Casi todo lo que pasa en Internet y desde las redes sociales es novedoso. Pero también ofrecen un costado muy desagradable cuando funcionan como descarada usina de inventos, de campañas, de rumores, de propaganda. En una columna reciente publicada en este diario, Javier Borelli, citando datos de la Universidad de Oxford, explica que 28 países, entre ellos el nuestro (aquí el área oficial respectiva se denomina Subsecretaría de Vínculos Ciudadanos) cuentan con equipos gubernamentales, militares, civiles o políticos especializados en manipular a la opinión pública. Esos cocineros de menúes intoxicantes se llaman trolls. Agresivos, escudados en el anonimato son un símbolo inequívoco del periodismo basura, ese que en la década del ’80 en la televisión yanqui patentó el portorriqueño Geraldo Rivera. Estilo que, de entonces y para siempre, se llama de esa manera porque Rivera mandaba a sus productores y cronistas a revisar la basura de los famosos para ver qué encontraban. 

Desde ese momento a la actualidad, los trolls dieron algún paso más hacia el abismo de la inmoralidad: se valen de datos incomprobables, disparan tuits falsos, muchos de los cuáles interfirieron y dañaron, por ejemplo, en la etapa de búsqueda de Santiago Maldonado.

Cada tanto solemos decir, o pensar que «en este país nadie resiste un archivo». Decepciona comprobar cómo los espúreos eluden las consecuencia de revelaciones impresionantes como las de los wikileaks, de los argenleaks y de otros papeles súper comprometedores. 

Tómese a esta columna como homenaje a los muchos periodistas que antes de inventar una mentira impactante y funcional a algún poder, eligen decir la verdad aunque sea aburrida, previsible y pequeña. <