El kirchnerismo puede morir, terminar, quedar en minoría, ir preso hasta el último orejón del tarro, un director de una oficina de ANSES de Curuzú Cuatiá o la misma Cristina. Pero el kirchnerismo es persistente en la memoria de millones de personas. ¿Quiénes? Por empezar, para un sector de la sociedad que es complejo y a la vez compacto. Es la experiencia insuperable del progresismo argentino con todo lo que ello implica. ¿De dónde viene?

En los ’90 existía la separación en el progresismo entre liberalismo de izquierda e izquierda social. O, digamos mejor: entre republicanos y nacionales y populares. En la oposición a Menem se construyó un gran frente progresista, que fungía casi como reserva moral de los argentinos, y era capaz de contener desde la melancolía industrialista de los años ’50 hasta la memoria de los vencidos de los años ’70, desde las reivindicaciones liberales sobre libertades civiles hasta la reivindicación malvinera contra la política de seducción de Di Tella. «Somos putos, somos faloperos, somos soldados de FAR y Montoneros», podrían haber cantado las nuevas tropas de elite para hacer su síntesis imposible. Ese frente cultural terminó constituyendo al kirchnerismo. La hegemonía cultural de los vencidos, como decía un amigo.    

¿Puedo decir que pertenezco a una generación? En un punto: me encantaría decirlo, y sin por eso delimitar a una «víctima». Si de mínima una generación es una experiencia histórica, digo que mi generación tiene una marca dialógica con el Estado: somos más o menos los nacidos entre 1974 y 1983, tenemos una historia personal que puede ser puesta en tela de juicio. Si tenés dudas sobre tu identidad, nos dijeron, consultá a Abuelas de Plaza de Mayo. La traducción plana podría haber sido: «¿Estás seguro de quién sos?». Si en términos mitológicos seríamos la generación hija de los desaparecidos, entonces, en términos políticos, somos la generación que no puede matar a sus padres: venían simbólicamente muertos. Somos la generación que los repara, los continúa, los repite, los discute, les restituye los símbolos, les tributa, a veces huye, y así. Pero no los podemos matar. Y si no los podemos matar: ¿somos una generación?  

No todos recibieron la pregunta de la identidad, no todos estuvieron en condiciones de formularla, ni sintieron ese derecho o esa obligación. No es lo mismo ser un estudiante del Nacional Buenos Aires hijo de profesionales militantes que el hijo de un trabajador que estudia en una nocturna de Lugano o del departamento de Chimbas, San Juan. Lo cierto es que esa pregunta parece tener subtextos. Como si el Estado te hubiera dicho: ¿vos sabés lo que hice, lo que pude haber hecho con vos o con tus padres? La represión fue lo único democrático de la dictadura: no reparó en clases ni geografías, fue federal y policlasista. Se cobró vidas en todas las clases. Pero la memoria y las reivindicaciones identitarias muchas veces sí dependieron de las posibilidades de clase, de grupo, de influencia o de poder, del círculo que rodea a las víctimas.   

Entonces, como otro condicionante, somos hijos de una generación que, al decir de Pablo Touzon, «no se retira». Una generación que vive en estado de juventud eterna. La generación del ’70 es la generación que sobrevivió, de modo que tiene la muerte atrás, no adelante. Mártires y sobrevivientes que no pueden dejar de honrarlos. El problema mayor quizás no es matar al padre, sino, al menos decirle: ya te has hecho grande, necesito tu sabiduría, pero no tu orden, y llevé demasiado tiempo esta roca conmigo. Ya estamos grandes. «