Desde hace un tiempo en una cantidad de lugares públicos –bares y transportes, oficinas y consultorios, aulas y teatros, estaciones y plazas– y en cualquier recinto privado, la mayor parte de las personas que veo (con frecuencia, yo mismo) tienen la mirada clavada hacia abajo. 

Parece que pensaran. Parece que rezaran. Parece que buscaran una respuesta inmediata. Parece que intentaran descifrar un jeroglífico. Nada de eso. Sólo están consultando sus teléfonos celulares (mensajeando, chateando, watsapeando) subsumidos en una especie de ficcional meditación o en un presunto estado de concentración. Ignorando aquel viejo dicho popular que dice que no es lo mismo ser profundo que haberse venido abajo.

La de la mirada, o el modo de ejercitarla, fue desde siempre una inquietud de la filosofía y, naturalmente, un dilema propio de la política. Durante años a los argentinos nos dijeron que preferimos mirar para el costado, deseosos de que todo lo que ocurría frente a nuestras narices (lo malo, lo feo, lo sucio) pudiéramos saltearlo, sin complejos. Así nos fue. También dijeron de nosotros que cuando andábamos por la calle lo hacíamos como ciudadanos demasiado apurados y que nuestra dificultad de mirar para arriba nos hacía perder la posibilidad de descubrir y contemplar bellos y únicos recortes arquitectónicos, de esos que en esta ciudad sobran.

Cuando hoy miramos para arriba vemos cielos encapotados y, entre las nubes, sobreimpreso en números led, cada vez más lejano, el precio del dólar. Y si miramos para adelante, más temprano que tarde, nos enfrentamos con el horizonte, absurdamente cercano pero cada vez menos posible y propio .

Ahora, y entonces, ni al costado, ni arriba, pero tampoco adelante.

Casi únicamente hacia la tierra, aunque nunca para demandarle sus abundantes y sensibles respuestas. En esa posición pasamos buena parte de la jornada, con un estilo de atención permanente que tiene mucho de obsesión y de adicción, y poco y nada de conexión, como la publicidad quiere hacernos creer. Más allá del desgaste de la vista, de sobrecargas musculares en cuello y columna, de desequilibrios importantes en brazos, manos y dedos, las perturbaciones y consecuencias fundamentales son simbólicas e ideológicas.

Fijar la mirada hacia el piso nos demanda inclinaciones extremas, nos exige permanecer peligrosamente torcidos (e incluso retorcidos), arqueados hasta el ocultamiento, cada vez más cerca del suelo, próximos a estar de rodillas, suprema manifestación del bajoneo. Y peor todavía. Porque por estar tan pendientes de la pantallita titilante y colorida, llega un momento en que nuestras posibilidades de observar lo que nos rodea, especialmente a las personas, quedan reducidas a su mínima expresión. De tan metidos en nosotros mismos, dejamos de mirarnos a los ojos, nos privamos de descubrir referencias claves en la mirada de los demás. Ni hablar de cuando nos exponemos a riesgos inauditos, como ser atropellados por un auto porque, descuidados, cruzamos con el teléfono pegado a la oreja y, obvio, mirando para el lugar menos adecuado. Esto en los adultos, pero no únicamente. Desde que tienen dos años, a veces menos, los nuevos argentinitos dejan de lucir su inicial, preciada adquisición –la cabeza erguida– y también la desvían. A ese juguete, que aprenden a manipular desde bebés, en brazos de sus padres, los psicólogos le dicen chupete digital. Una simple proyección permite imaginar que en poco tiempo seremos más de 44 millones de habitantes mirando hacia el lugar equivocado.

Sí: hay una Argentina que mira para abajo, hacia el fondo, y también al Fondo, ese sitio desasosegante al que ahora nos exigen prestarle mucha atención, además de parte de nuestros ingresos presentes y futuros.

–Argentino… teléfono.

–Sí… ¿quién es?

–Soy yo, pelotudo: tu vida.

–Sorry, estoy hablando. ¿Te puedo llamar en cinco? <