Desde hace tiempo, hay una línea de análisis que imagina dos mundos bien distintos conviviendo a las patadas dentro del universo panperonista. De un lado, un kirchnerismo cristinista, liderado por “la jefa” Cristina Kirchner y conformado por La Cámpora, la CTA de Hugo Yasky, un conjunto difuso de movimientos sociales de desocupados, y una red de grupos y personalidades “progresistas no peronistas”, básicamente porteñas, que se sumaron al Frente para la Victoria en la segunda mitad del ciclo kirchnerista 2003-2015. Y del otro, el “peronismo real” de los gobernadores, los intendentes y los sindicatos de la CGT. Esa misma línea también intenta identificar el momento en que esos mundos rompen, ya que serían vistos como contradictorios por sus intereses políticos, económicos e ideológicos en pugna, y también por cuestiones de incompatibilidad epidérmica.

Desde hace años, ese modelo analítico es desafiado una y otra vez por Cristina Kirchner. Efectivamente, esos dos mundos coexisten en desconfianza perpetua. Pero Cristina juega con los dos. Ella no termina de pertenecer a ninguno de ellos, y tiene un pie puesto en cada uno; tal vez, el cristinismo real sea un círculo pequeño de leales. Efectivamente, ella es la líder de un movimiento cristinista que mira de reojo al justicialismo más convencional, y al mismo tiempo es una dirigente formada en ese justicialismo en el que tampoco termina de encajar -recuérdese su juego de líbero en el bloque de senadores justicialistas de los 90- pero al que conoce bien y con el que es capaz de entenderse aún mejor. Porque sabe qué es lo que pide y cómo dárselo.

Por momentos, Cristina Kirchner se aísla del peronismo convencional y se recuesta en su propio movimiento cristinista. Pero otras veces, como ahora, vuelve sobre el conjunto del justicialismo. Ella sigue hablándole a su movimiento cristinista, y al mismo tiempo busca reunir nuevamente al “peronismo real” detrás de ella. Dando definitivamente por tierra el pronóstico de quienes suponían que Alberto Fernández, el Frente Renovador, los “gordos” y los gobernadores iban a cerrar filas en un polo político alternativo al kirchnerismo. Hay una razón por la que aquel pronóstico era imposible, y ahora se ve más clara: el de Alberto sería un gobierno de bolsillos flacos, que no podría satisfacer las apetencias de todo ese polo de intereses sectoriales.

El viaje de Cristina a Chaco, sus propuestas de transferir la política social a los intendentes y la Corte Suprema a las provincias, y su rol en la designación de una ministra de Economía que en los últimos años se especializó en ayudar financieramente a los gobernadores, forman parte de esta nueva estrategia.
Puede haber algún sinsabor en este repentino cambio de amistades, ya que durante estos dos años y medio de gestión de Alberto Fernández tanto el progresismo porteño como los movimientos sociales -dos componentes del “cristinismo” imaginado- demostraron que se pueden acomodar sin mucho problema al gobernante de turno, y darle la espalda a quien los cobijó en el movimiento peronista. Pero lo central de la nueva estrategia de Cristina es la urgente coyuntura político-económica, la defensa de los intereses del conjunto de sectores peronistas frente a la malaria, y el 2023. El peronismo convencional carecía otra vez de liderazgo y de proyección, y se enfrentaba a todo tipo de pérdidas en el corto plazo. Pérdidas en el poder de compra de los salarios, en las transferencias fiscales del gobierno nacional y en las elecciones por venir. Hoy, Cristina no propone al conjunto una solución de largo plazo, pero sí un reagrupamiento para reorientar al gobierno a que defienda a un peronismo que enfrenta riesgos de sobrevivencia.

Esta nueva estrategia comenzó con la derrota electoral de 2021, cuando la vice reapareció en la escena pública. Su primera carta, después de las PASO, fue un «yo te avisé que el Frente de Todos iba a perder las elecciones como resultado de la situación socioeconómica». Ella adjudicaba la derrota en gran medida al acuerdo con el FMI y el ajuste que estaba llevando adelante el ministro Guzmán. En la última etapa, la vicepresidenta estuvo planteando críticas directas a la gestión y reclamaba medidas más contundentes en defensa de los salarios y la jubilaciones. Ahora, ya en la segunda mitad de 2022, a la estrategia reperonizante se le agrega el prospecto de 2023. Este Frente de Todos comienza a parecerse cada vez más al Frente para la Victoria del 2015, cuando la entonces presidenta y los gobernadores diseñan un armado político electoral que permita al peronismo gobernante tener un candidato funcional. Ahí vemos la reaparición de Scioli en el horizonte.