Eran las 14:45 del 3 de junio. En el despacho de la jueza uruguaya Adriana Chamsarián la calefacción era excesiva. Pero no solo por esa razón transpiraba copiosamente el tipo sentado frente a ella. Sus ojillos, entre las cejas fruncidas y el barbijo negro, le conferían un aire torvo. Se trataba del célebre operador judicial del macrismo, Fabián Rodríguez Simón (a) “Pepín”.

Cuando la magistrada le informó oficialmente sobre el pedido de arresto y extradición cursado por su colega argentina, María Servini –quien instruye la causa por el hostigamiento, el despojo y la privación ilegal de la libertad a los propietarios del Grupo Indalo, Cristóbal López y Fabián De Sousa–, él, ya sofocado, se aflojó el nudo de la corbata.

Recién respiró aliviado al oír que se suspendía el trámite de extradición hasta tanto se resuelva su solicitud para obtener el estatus de refugiado. Una instancia que tiene escasas posibilidades de prosperar.

En este punto, la doctora Chamsarián apeló a una frase más informal:

–Vea, si le rechazan el asilo, será enviado de inmediato a su país.

Semejante decisión podría ser tomada por la misma jueza, según marca la ley de Uruguay, si el informe de la Comisión de Refugiados (CORE) fuera negativo. Y probablemente sea así, puesto que, por ahora, en el expediente que se tramita en Comodoro Py no hay ninguna señal para suponer su detención ni la de ningún otro imputado, entre los que resalta Mauricio Macri. Por lo que no hay elementos para creer que sobre Pepín existe una persecución política o que peligran su integridad física y su libertad.

De manera que, por las dudas, la jueza le impuso tres condiciones a ser cumplidas en las siguientes 24 horas: fijar domicilio en Montevideo, no salir del Uruguay –además de disponer, por oficio, el cierre de fronteras para él– y entregar su pasaporte.

Rodríguez Simón cumplió esto último en aquel momento. Al depositar sobre el escritorio de la jueza tal documento, se le asomó en la mirada un destello de pesar. Quien fuera uno de los hombres más influyentes del régimen macrista acababa de convertirse en un miserable indocumentado.

Al abandonar el edificio tribunalicio, sus abogados charrúas, Eduardo Sanguinetti y Rodrigo Rey (quienes, curiosamente, no son penalistas sino expertos en Derecho Canábico), intentaron infundirle ánimos. Pero en vano.

Lo cierto es que quedarse sin su pasaporte fue un duro golpe para él, y no únicamente por razones simbólicas.

Al respecto, vale retroceder al 17 de mayo, cuando hablaba por teléfono a los gritos desde la confitería del hotel Hyatt Centric, donde se aloja (a razón de 590 dólares por noche). En esa ocasión se le escuchó decir:

–¡Me quieren meter preso! Estos hijos de puta me quieren meter preso. Yo me voy a quedar acá. O me rajo a Brasil. Pero no voy a volver.

Quizás su plan de repliegue haya sido inspirado en otro prófugo: el ex ministro boliviano Arturo Murillo, quien fuera el funcionario más temido de la dictadura presidida por Jeanine Áñez. Lo cierto es que ese hombre fue visto, el 11 de noviembre de 2020, al cruzar a hurtadillas la frontera brasileña, a la altura de Corumbá, con peluca, gafas espejadas y pasaporte falso. Huía así de su probable destino carcelario a raíz de sus crímenes.

¿Acaso Pepín estaba dispuesto a emularlo? De ser así,  grande habría sido su desazón al enterarse –el pasado 27 de mayo– de que el pobre Murillo había sido detenido en los Estados Unidos –junto a su ex jefe de Gabinete y otros tres compatriotas– por lavado de dinero.

Tal vez Pepín ahora sintiera que para él no había escapatoria posible.

Mientras tanto, en una entrevista realizada la semana pasada por CNN, Macri lo defendió con las siguientes palabras: “Rodríguez Simón está siendo perseguido por pretender cobrar impuestos a personas que se apropiaron de dinero indebidamente”.

Sin embargo, De Sousa jamás pudo olvidar el timbre nasal de su voz en un ya remoto 9 de marzo de 2016: “La guerra empezó y que cada uno se salve como pueda”, habían sido sus palabras. El tiempo probó que la amenaza de Pepín no fue en vano.

Desde un aspecto más totalizador, Pepín  fue el artífice de una purga selectiva de magistrados y fiscales –la ex procuradora Alejandra Gils Carbó lo sabe en carne propia–; impulsó la designación de jueces “confiables” –los integrantes de la Corte Suprema, Carlos Rosenkrantz y Horacio Rosatti, también lo saben en carne propia–; a la vez, fue el apretador oficial de opositores, ex funcionarios y empresarios en conflicto con el régimen macrista, entre otras inumerables trapisondas.

Pero si hay una historia que lo pinta de cuerpo entero es su intervención en el “problemita” penal que le causó a Macri figurar en los “Panamá Papers”. La estrategia de Pepín consistió en instigar una demanda del presidente contra su propio padre.

No es una exageración afirmar que el escape de Pepín hacia la Banda Oriental desató entre la dirigencia de Juntos por el Cambio una loca carrera por desmarcarse de él. Es un secreto a voces la zozobra provocada entre sus amigos y aliados por el destino del prófugo. Ya de por sí, la imputación que pesa sobre él no es más grave que la existente sobre el resto de los imputados; a saber: los ex titulares de la Afip, Alberto Abad y Leandro Cuccioli; el ex vicejefe de Gabinete, Mario  Quintana; el ex jefe de asesores, José Torello y el ex procurador del Tesoro, Bernardo Saravia Frías; los empresarios Ignacio Rosner, Orlando Terranova y Nicolas Caputo, además del ex presidente.

Dado el inocultable estrés del operador estrella del PRO, no resulta nada descabellado suponer otras torpezas de su parte. O peor aun –tal como se llegó a comentar en los corrillos del macrismo–, la posibilidad de que ese hombre termine por recurrir a la figura del “arrepentido”.  «