Ya se están escribiendo conjeturas sobre la vida después del Covid-19. Están las predicciones apocalípticas y perturbadoras, de difícil digestión, y otras más probables, fundadas en el sentido común y la experiencia de las sociedades que ya atravesaron epidemias de virus respiratorios, como el SARS que asoló a varios países asiáticos en 2003. A pesar de que se trata de un virus controlado y que solo hubo rebrotes menores desde entonces, en China, Japón, Taiwán y otros países asiáticos las costumbres cambiaron. El uso de barbijo, por ejemplo, ya era relativamente frecuente en ciudadanos de esos países antes del coronavirus, porque muchos de ellos tenían miedo de contraer algún virus similar. Hoy es la regla. La cultura oriental no era muy afecta a los abrazos latinos y los apretones de manos europeos antes del SARS, el H1N1 y otras pestilencias, pero desde que ellas aparecieron lo son menos aún.

Con ese antecedente, no sería de extrañar que, después del coronavirus, nuestros hábitos también se vean alterados. La cercanía con desconocidos en un colectivo abarrotado, recitales masivos, o pizzerías serán vistas con cierta aprehensión por muchos de nosotros. Aunque gobiernos y medios nos digan que el peligro ya pasó, la memoria plástica tiene otros tiempos. La distancia social se naturaliza. Y en la Argentina, las grandes reuniones sociales son uno de los corazones de la vida política. En particular para el peronismo, un actor central del sistema. Tal vez los partidos que componen Juntos por el Cambio tengan mejor uso de las alternativas virtuales a los actos públicos. Pero al peronismo, las medidas de distanciamiento social le harán mal.

Esta semana se habló bastante de cómo funcionarán el Congreso y la Justicia en tiempos de cuarentena. Pero para los partidos políticos el desafío continúa. El peronismo es un conglomerado de movimientos sociales y locales, cuya existencia en buena medida transita entre marchas, actos masivos y reuniones de militantes. Así son los movimientos sociales: si no hay movilización activa, se esfuman. El rito de los actos y las marchas le da continuidad al sujeto, que en este caso no tiene demasiada vida formal partidaria. ¿Podrán los movimientos políticos y sociales reemplazar las concentraciones en plazas y monumentos por reuniones multitudinarias en Zoom, grupos de mensajería instantánea o foros en internet?

Todo un desafío. Las ganas de expresar la opinión política todavía son visibles. La sucesión de cacerolazos, ruidazos y otras expresiones diarias “desde casa” habla de una nostalgia, y de una creatividad de la gente a la hora de buscar opciones. Eso va a estar bien. Pero hay algo  preocupante, pensando ahora en la dirigencia: la posibilidad de una parálisis de renovación, como resultado de una recesión de la actividad política.

De estas movilizaciones de gente que se amontona para hacer política, y no de las oficinas partidarias, surge la renovación dirigencial en Argentina. Pensemos en la influencia que tuvieron las movilizaciones sociales en el surgimiento de los nuevos dirigentes, que desde la calle se incorporaron a las filas y las listas electorales de las dos grandes coaliciones. En el universo del peronismo y el Frente de Todos, las novedades provinieron de los movimientos de desocupados, feministas, derechos humanos, juventudes, miembros del Conicet y más. Y en el universo de Juntos por el Cambio, las marchas de los productores agropecuarios, el 8N, anticorrupción y otras similares también “crearon” dirigentes y candidatos en todo el país. Supongamos que todo eso, distancia social mediante, entra en declive por unos años. ¿Se suspende la renovación dirigencial en Argentina, prolongando la vida de las camadas actuales? ¿El coronavirus pone en riesgo de recesión política y de liderazgo a la sociedad argentina, una de las más proclives a la movilización social del planeta?