Estamos a las puertas de un nuevo aniversario del Día Internacional de los Trabajadores y en el seno de la clase obrera se sigue librando una disputa político-ideológica que lleva más de cuatro décadas: la lucha por el reconocimiento de su existencia y el estatuto de su identidad.

«Tratamos de hacer de Chile un país de propietarios y no de proletarios», afirmó el fallecido dictador Augusto Pinochet parafraseando a un viejo dirigente de la derecha falangista española. Sintetizaba así su principal «batalla cultural» luego de haber librado una guerra económica, política y social contra los desposeídos de su país.

Quien llevó hasta el final el modelo del genocida chileno fue Margaret Thatcher, madre del neoliberalismo salvaje. Con ella en la cima del poder de Inglaterra, el discurso neoliberal tomó fuerza y el grueso de sus medidas apuntaron a la destrucción de todo aquello que significase acción colectiva. Lo que importaba eran los individuos con aspiraciones; el esfuerzo como forma de obtener ganancias. La pobreza como producto social (y los «males» derivados de ella) no existía: los individuos eran los únicos responsables de su situación. La liberalización del mercado y la destrucción del poder sindical (junto la devastación del sector industrial) implicaron para la clase trabajadora algo más que desempleo: la disolución de su identidad y cultura. Así lo relata, con particular agudeza, el joven intelectual inglés Owen Jones en su libro Chavs. La demonización de la clase obrera.  

Cuando en 1997, Tony Blair, jefe del llamado Nuevo Laborismo afirmó que «la nueva Gran Bretaña es una meritocracia», la Dama de Hierro pudo sentirse realizada y contestar provocativamente en una entrevista que entre los mayores logros de su vida estaban, precisamente, Tony Blair y el Nuevo Laborismo.

En nuestro país, la melodía emprendedorista que entona el macrismo es una versión descafeinada y pretendidamente new age de este gran relato que tiene sus raíces en las contrarreformas impuestas a fines del siglo pasado, en muchos casos a sangre y fuego. La nueva derecha argentina edulcora discursos de una vieja derrota internacional.

Pero como los laboristas británicos, la casi totalidad de los progresismos (y no pocas izquierdas) se adaptaron a la narrativa de la desaparición o de la muerte y transfiguración de la clase obrera.

En la Argentina, los datos duros sentencian que hay 10 millones de asalariados registrados, según el sistema de seguridad social. De estos, 6,3 millones pertenecen al sector privado, 3,2 millones son empleados de las administraciones públicas y 500 mil se desempeñan en casas particulares (empleados del servicio doméstico, la contabilidad sólo registra a los que cuentan con aportes y son menos de la mitad del total). El sistema previsional reconoce otros 2,3 millones de trabajadores registrados: monotributistas (1,5 millones), autónomos (400 mil) y monotributistas sociales (400 mil). De una población activa de 20 millones, más de 14,5 millones constituyen la clase trabajadora en activo. A esto se suman casi 2 millones de desocupados, que no incluyen a aquellos sectores inactivos, como son los desanimados que no tienen ni buscan empleo (agradezco a Christian Castillo los datos actualizados que forman parte de un trabajo en preparación).

En nuestro país existen más de 3000 gremios que se reparten en partes casi iguales entre los que tienen personería gremial y los «simplemente inscriptos», un 36% de los trabajadores registrados está sindicalizado, continúa siendo una de las tasas más altas del mundo.

La definición clásica afirma que pueden encuadrarse como parte de la clase trabajadora todos aquellos y aquellas que están obligados a vender su fuerza de trabajo para poder sobrevivir. En esta definición amplia entra la totalidad de quienes conforman la mayoría nacional.

Pero la clase obrera es «hablada» por la nueva narrativa estatal que trabaja arduamente para negar su subjetividad; por los más variados relatos académicos posmodernos que son adaptaciones «por izquierda» a la derrota de los tiempos; por los conciliadores incurables que pretenden subordinarla a los designios trágicos de una fantasmal «burguesía nacional»; por las dirigencias sindicales que corporativizan su esencia universal y hasta por los llamados «nuevos movimientos sociales», cuya última novedad es la pretensión de institucionalizar la condición de trabajadores de segunda de su fracción más despojada de derechos: copiar el modelo CGT con todos sus vicios y ninguna de sus «virtudes».

Ni el registro sociológico, ni el itinerario de sus combates, ni el nivel de su organización (pese de los evidentes retrocesos); abonan estos relatos que son el producto de intereses materiales traducidos a pura ideología.

«Nuestras clases dominantes han procurado siempre que los trabajadores no tengan historia, no tengan doctrina, no tengan héroes y mártires. Cada lucha debe empezar de nuevo, separada de las luchas anteriores: la experiencia colectiva se pierde, las lecciones se olvidan. La historia parece así una propiedad privada cuyos dueños son los dueños de todas las otras cosas», escribió Rodolfo Walsh con su particular estilo y con precisión quirúrgica.

En las vísperas de un nuevo 1° de Mayo y pasados más de 200 años de historia, vale la pena renovar la apuesta porque la clase obrera retome la palabra en la vida pública, con su propia doctrina, con sus propios héroes y mártires, con las lecciones de su propia historia y con la potencia metálica de su propia voz. «

* Periodista