Cuando el violento apela el fascismo como justificación de su violencia, no sólo está banalizando la historia en un nivel extremo y, a la larga, peligroso. También acaba exponiendo, en la mayoría de las veces, su propio reflejo en aquello que quiere o dice querer combatir. Habitualmente en las redes sociales, pero también en la “vida real”, la mención del fascismo, nazismo y otras representaciones extremas como forma de calificar algo a lo que se está en contra, usualmente para fundamentar la reacción ante ese supuesto mal, suele mostrar más violencia, más odio, en definitiva, más fascismo que aquello que le dio origen.
La ventanilla de un móvil de C5N destrozada a los golpes, la amenaza desquilibrada y a los gritos de instalar un miedo futuro, porque en la mente del agresor, ese canal simboliza una representación política, y por extensión un gobierno al que se odia, se emparenta más con la Noche de los cristales rotos, el ataque a locales e instituciones judías de 1938, que el nazismo impulsó como gesto de desprecio a quienes, en su visión, representaban la causa de los males que padecía la comunidad alemana de entonces, que con la gesta libertaria de Mandela. Odio puro enfocado en un colectivo o espacio y descargado sobre sus símbolos o supuestas representaciones.
En la Alemania nazi fueron los miembros de la pequeña burguesía comerciante e industrial y las clases medias depreciadas por la crisis económica de la década y el arrastre recesivo por el embargo impuesto tras la Primera Guerra Mundial, las que contribuyeron a levantar los cimientos del fascismo. Las bases sociales que avalaron las propuestas de Hitler no eran mayoritariamente populares. Los obreros pobres podían sentirse más representados por el comunismo, en alza tras la consolidación de la Unión Soviética. El fascismo, tanto en Alemania como en Italia (algunos pocos autores consideran fascismo solo al proceso italiano), combatía al comunismo con vocación. Por eso fue también apoyado por grandes polos económicos que hicieron el doble negocio al garantizarse la “limpieza” de obreros combativos y luego obtener amplias ganancias por asistir a los requerimientos industriales y financieros de una guerra mesiánica.
¿Son estos violentos cargados de odio auténticos nazis capaces de crear las bases de un nuevo liderazgo genocida? No, en principio. Pero, si bien cada gesto emparentado con el fascismo no constituye en sí mismo fascismo; cada actitud de odio contiene en sí misma un germen fascista.
Por otro lado, cuando el discurso político pretende relacionar ciertas conductas de –casualmente- espacios políticos o gobiernos populares, con el fascismo, es como si se reinterpretara esa vieja idea de Marx, de que los hechos significativos de la historia suelen presentarse dos veces, la primera como tragedia y la segunda como farsa. La banalización de sucesos trágicos da vida a esa repetición en forma de farsa en una suerte de bucle discursivo que no tiene remedio. Una y otra vez, episodios nefastos como el nazismo hacen su número farsesco en los discursos de quienes lo utilizan como argumento contra sus adversarios. Hasta que una nueva tragedia empiece el ciclo de nuevo.
En 1990 un abogado llamado Mike Godwin desarrolló la “regla de analogías nazis”, conocida como “Ley de Godwin”, que establece que “a medida que una discusión on line se extiende, la probabilidad de que aparezca una comparación en la que se mencione a Hitler o a los nazis tiende a uno”. La regla fue creada para un foro de intranet, pero quedó comprobado que tiene aplicación universal. Además de la descripción la regla impone una consigna muy útil para no caer en banalizaciones gratuitas: en cuanto alguno de los participantes hace alguna comparación similar a la descrita en el enunciado, la discusión se interrumpe y quien lo hiciera pierde el debate.