En la escena que atravesamos, las opciones no son simétricas, aunque las categorías de la representación política a institucional así las formulen. Las reglas del juego de la institucionalidad democrática requieren obedecer a un supuesto de simetría entre las opciones que se presentan ante la ciudadanía. Esa simetría, por ejemplo, entre propietarios de los medios de producción y multitudes laboriosas, es una ficción que desarrolló formas de convivencia y negociación durante tiempos largos y que tuvo cierta eficacia para gobernar en parte de los cuarenta años que conmemoramos. No obstante, por diversas razones, tal simetría se fue deteriorando. Lo que llamamos democracia es una ficción útil en tanto el supuesto de simetría entre los que también solemos llamar “poderes fácticos” y la mayoría de la población resulte creíble y mantenga una gestión habitable del conflicto social.

El conflicto social: entendido como se lo llama incluso ahora, “desorden”, que abarca desde el delito común hasta la protesta social, gremial o de género. El vector de la ultraderecha es causa y consecuencia, a la vez, del desenvolvimiento por el que la institucionalidad democrática, al gestionar el “desorden”, lo hace con un costo que en determinado momento parte de la sociedad se niega a sobrellevar. Es lo que motiva el llamado hartazgo. Un término inadecuado porque no hay tal hartazgo. La vida social no se regula en términos de demandas de bienestar contra satisfacciones que de no complacerse dan lugar meramente al desorden. Esa visión mecánica y simplista predomina en la conversación pública y ello favorece al discurso de la ultraderecha, confirmando lo que se pretende, el fracaso o la falacia de la “política”.

La política es culpada de todo mientras los poderes llamados fácticos son relevados de toda responsabilidad y visibilización cuando son los verdaderos responsables de casi todo lo que sucede y sus decisivos beneficiarios. La ultraderecha y la derecha son la expresión política y discursiva de esos intereses a los que representan a la vez que ocultan dicha representación. Es crucial el encubrimiento de a quien se representa porque en este sentido la verdad es incompatible, ya no sólo con la democracia sino incluso con el ordenamiento dictatorial represivo con el que sueñan. No se puede gobernar a una población diciéndole la verdad sobre cómo se la oprime. Siempre se pretende oprimir (sujetar, difamar, reprimir) a otro. El opresor sólo puede ejercer su papel si convence al oprimido de una razón ajena al vínculo de sujeción realmente existente. O sea: no es verdad que los votantes elijan a sabiendas aquello que se opone a sus intereses sino que son víctimas de un engaño al que nadie se puede finalmente sustraer en una u otra medida.

Lo que para nosotros, para muchos, para más de un tercio, es una amenaza dirigida contra los intereses populares, para quienes votan a derechas y ultraderechas la amenaza está formulada contra la “casta” y esa amenaza, al presentarse como una solución mágica de lo que se alega como descontento, inmoralidad o injusticia, sirve de botón antipánico. Eso es el voto a Milei, un botón antipánico, un señuelo que abre una trampa letal, pero que para el votante es una salida salvadora. El engaño es descomunal y hay demasiadas complicidades y negligencias, así como secretos anhelos de muerte y dolor.

Nos encontramos en esta situación tan difícil de encarar porque lo que llamamos de manera muy simplista malestar, expresión acuñada por la derecha, y a la que de hecho no nos resistimos como debiéramos, contiene capas de inestabilidad existencial de difícil formulación. En forma sumaria, algunas proceden de hace varios años y son consecutivas a la unipolaridad del actual capitalismo. Régimen de producción y consumo destructivo, competitivo y sacrificial, destinado a la erosión sistemática de la “política”. La erosión de la política es una razón de ser del capitalismo en sus formas actuales.

El capitalismo conforma condiciones de incertidumbre tanto por su propio funcionamiento aceleracionista, innovador cueste lo que cueste, competitivo y despiadado, como por las consecuencias que provoca, tales como la desigualdad global/local o el llamado cambio climático, eufemismo que encubre la precarización de las condiciones de existencia del mundo entero, con las consiguientes incertidumbres calamitosas, cada vez más patentes.

A todo esto se sumó la pandemia como una catástrofe general que no ha sido aún superada, ni comprendida, ni objeto de duelo, reparación o previsión. Sólo hemos conseguido atenuarla de manera significativa y necesaria, pero no suficiente. Toda esa suma de inquietantes incertidumbres desbordan a la “política”; siendo no obstante la “política” la única instancia susceptible de enfrentar a lo que acontece porque es la única condición de responsabilidad colectiva a la que acudir en tiempos modernos, en que encomendarse a fuerzas trascendentes ha pasado a ser un asunto privado y colateral. Se nos dice que la política (“los políticos”, repiten ahí sí hasta el hartazgo) es inmoral y que lo moral es abandonar a las multitudes a su suerte en una brutal e inmisericorde competencia de vida o muerte.

Los poderes del capital someten a la política a un deterioro sistemático y abismal, como lo hacen con las poblaciones y con el ambiente, todo sujeto al enriquecimiento infinito de una minoría privilegiada que vive en estado de guerra permanente contra la sociedad y entre sí misma, en términos de rivalidades por quién se queda con todo. Dos ultramillonarios que se retaron a combatir cuerpo a cuerpo en una jaula develan el sentido demencial de lo que sucede tal vez como ninguna otra argumentación.

No tenemos al niño que diga que el rey está desnudo, ni sabemos si aparecerá. Mientras tanto, sólo podemos evitar errores gravosos como haber consentido la concurrencia a la esfera pública del colosal aparato de propaganda que naturalizó el discurso de ultraderecha, haberlo considerado como falsas profecías de diagnósticos correctos, haberlo declarado susceptible de interlocución, lo cual nunca fue cierto. Y lo peor de todo fue haberlo considerado como el síntoma de un supuesto malestar al que ofrece respuestas equivocadas pero plausibles, es decir, discutibles, debatibles. No lo son. Y eso es lo que hay desmontar, poner en evidencia que se trata de supersticiones, infamias, seudo argumentos, hipótesis distópicas.

Lo que no podemos resolver en el corto plazo es el conjunto de calamidades y condiciones estructurales del régimen de producción y consumo que causan incertidumbres inhabitables. Tampoco podemos resolver una transición óptima desde la pandemia hacia una recuperación de condiciones urbanas de nuevo tipo adecuadas a inéditas exigencias en el plazo apremiante que sería deseable. Llevará tiempo, lo mismo que encarar los actuales conflictos devinientes del capitalismo brutal e inclemente que realmente nos gobierna.

Aparte de saber qué hacer, necesitamos saber qué saber, desestimar falsos pronunciamientos sobre problemas equivocadamente formulados u omitidos. No es fácil confrontar con soluciones mágicas que persuaden multitudes pero menos habremos de indagar salidas si erramos respecto de lo que tenemos enfrente. La lista es extensa y laboriosa: el mercado de órganos no es un exabrupto de un torpe instante trasnochado sino parte de su bibliografía dogmática. También mintieron al respecto cuando recularon frente al espanto ocasionado. Sin perjuicio de que todo ese discurso está tapizado de muerte y promesas de abismos insondables. Se jactan de causar miedo, intimidación, amenazas. Prometen depredaciones, devastaciones, pesadillas milenaristas.

Podríamos empezar por refutar a la ultraderecha en todo lo que pueda ser refutado. Denunciar sus mentirosas acusaciones y estigmatizaciones, sus racismos, misoginias, insolidaridades, fraudes futuribles, intemperancias, negacionismos y violencias represivas brutales. Auguran una distopía consistente en una sociedad coliseo, un zoológico neodarwinista donde sobreviven “los más aptos” y los demás perecen.

Lograron instalar que esa “es la realidad”. No por nada se ha vuelto recurrente esta locución: “la realidad es que…” y después se puede decir cualquier cosa en ese contexto. Han reinstalado una retórica de moralidades en sociedades secularizadas y hedonistas en las que se ha olvidado cómo discutir sobre esas categorías. Tal vez haya que reaprenderlas. La justicia social es moral y denunciarla como injusta del modo en que lo hace la ultraderecha es lo inmoral. Un discurso sistemáticamente criminal y perverso se presenta como una moralidad sin que se le oponga resistencia argumentativa. Los medios de comunicación en general, con honrosas excepciones, se dividen entre aquellos que nutren el aparato de propaganda que promueve a la ultraderecha y aquellos que sólo consienten con todo ello, aún desde una alegada oposición que resulta ser al fin mimética, sin disimulo de la fascinación subyacente a la que sucumbe.

En fin. Hace falta un auténtico debate sobre la ultraderecha. La responsabilidad por su advenimiento y propagación no es endosable a la “política” del modo en que se le hace el juego a la ultraderecha y se confirman sus falsos diagnósticos que no son diagnósticos sino infamias. La responsabilidad es de toda la sociedad civil en los grados y medidas en que a cada quien quepa, no sólo, ni exclusivamente, de la “política”. Ojalá no sea demasiado tarde.