Desde la caída de la dictadura, un fantasma recorre la llamada democracia argentina: la desaparición forzada de personas.

A pocos días de las primarias, el gobierno se encontró frente a una crisis por la desaparición de Santiago Maldonado en el marco de la represión a una de las comunidades del pueblo mapuche en la provincia de Chubut. La Gendarmería Nacional comandó el operativo y actuó bajo las órdenes del abogado Pablo Noceti, jefe de Gabinete del Ministerio de Seguridad que preside Patricia Bullrich.

Los testimonios e indicios más verosímiles conducen a la responsabilidad de los gendarmes en la detención y posterior desaparición del joven artesano que residía momentáneamente en la localidad de El Bolsón y se había acercado a reclamar por la libertad del referente mapuche Facundo Jones Huala, detenido ilegalmente en Esquel.

Pese al blindaje mediático, con el pasar de las horas aumentó la trascendencia pública del hecho y una imponente movilización se realizó el viernes pasado para exigir su aparición con vida.

En el marco de las múltiples y contradictorias declaraciones que realizó la ministra Patricia Bullrich, afirmó primero que no se había constatado la presencia de Maldonado en el lugar cuando se produjo la represión. Aunque no descartaba que algún elemento suelto se haya pasado de la raya, porque «por supuesto que siempre puede pasar que alguien cruce los límites de lo que hay que hacer» (entrevista con Marcelo Longobardi, Radio Mitre, 8/8).

Ante cada acontecimiento de estas características, el manual de respuestas gubernamentales es idéntico: primero la negación y luego, cuando ya es imposible tapar el sol con las manos, la teoría del «elemento descolgado». Así ocurrió con el asesinato a sangre fría de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán en la estación de Avellaneda en junio de 2002. El primer relato oficial intentó imponer la versión de que «se mataron entre ellos». Luego, cuando los acontecimientos salieron a la luz en toda su magnitud y quedó demostrado que no fue la crisis la que causó dos nuevas muertes, sino las certeras balas policiales del comisario Alfredo Fanchiotti, emergió el discurso de los locos sueltos. La investigación histórica y periodística posterior dejó en evidencia que el contexto político creado por la narrativa estatal de la transición duhaldista generó todas las condiciones para el fatal desenlace. Hasta hoy continúa el reclamo por el juicio y castigo a los responsables intelectuales y políticos de la masacre.

Parafraseando el título de gran libro del periodista Martín Rodríguez, en este vidrioso territorio, la administración kirchnerista realizó un precario equilibrio entre «orden y progresismo». Asumió el gobierno luego de aquellos sucesos que se produjeron en la contenciosa Argentina pos-2001 en la que, como definió con agudeza el historiador Tulio Halperin Donghi: el Estado pudo retener el monopolio legítimo de la violencia a condición de no usarla (o, para ser precisos, usarla lo menos posible). El relato estatal de los años kirchneristas pivoteó en torno a esa relación de fuerzas, aunque no faltaron represiones tristemente célebres, desapariciones e incluso asesinatos: Jorge Julio López, Mariano Ferreyra, la comunidad qom en Formosa o los obreros de la alimenticia Kraft y la autopartista Lear.

Desde que aterrizaron en la Casa Rosada, Mauricio Macri y la coalición Cambiemos vienen imponiendo una narrativa estatal de orden y administración, con la demonización de cualquier forma de protesta: los movimientos sociales son desestabilizadores al servicio de oscuros intereses políticos, los trabajadores que pelean por mantener sus puestos de trabajo ante los cierres ilegales (como el caso de la alimenticia PepsiCo) son alborotadores digitados por la extrema izquierda que buscan el cierre de fábricas, y los pueblos originarios (en este caso los mapuches) son directamente terroristas.

Complementado con el relato punitivo que convierte a todo joven de los barrios pobres en los centros metropolitanos en un «delincuente» en acto o en potencia y en un contexto de enérgico deterioro de las condiciones sociales de vida, el nuevo discurso oficial configura un combo perfecto para el desenlace represivo.

Con fuerzas de seguridad que, además, están detrás de todo entramado delictivo, cebadas o desaforadas por el aliento rabioso desde la cúspide del Estado, hechos como la desaparición de Santiago Maldonado terminan escribiendo la crónica de un final anunciado. La investigación judicial seguirá su curso, aunque en las primeras horas ya se produjeron inquietantes irregularidades: por ejemplo, fueron lavadas y dejadas «como nuevas» camionetas de Gendarmería que habían participado en el operativo y el allanamiento a las dependencias de esa fuerza se llevó adelante diez días después de los hechos.

Algo es seguro e irrefutable: en la trama oscura de este acontecimiento altamente preocupante no hay «ovejas descarriadas», locos sueltos, errores o excesos. Existe un hilo negro que entrelaza los dichos del nuevo discurso de Estado con los hechos de aquellos que –con armas en la mano– son los encargados de llevarlo a la práctica. «