Hay un fantasma que comienza a recorrer la política argentina y es el antimacrismo, larvado o manifiesto. Las promesas de hace un año hoy son un catálogo decepcionante para los que votaron a Cambiemos con alguna convicción. Ni revolución de la alegría, ni cruzada honestista, ni sepultura de populismo kirchnerista: el macrismo duro, después de un año de gestión, se reveló como un grupo de asalto que tomó el gobierno por los votos y, desde entonces, se dedicó a poner el Estado al servicio de empresas, bancos, brokers y familiares que hacen buenos negocios, salteándose con prolijidad quirúrgica las tres banderas esenciales de su propuesta electoral: pobreza cero, unidad de los argentinos y lucha contra el narcotráfico. ¿Alguien duda de que la Argentina hoy tiene más pobres, que la grieta social se ensanchó producto de políticas excluyentes y que se sigue vendiendo droga -a la luz del día- donde siempre? Claro que no.

Si Jaime Durán Barba detectó hace unos años que desde el antikirchnerismo, descubierto como malestar en un sector de la sociedad, se podía construir un amontonamiento dirigencial con eje en el PRO que disputara con éxito el gobierno, la sensación es que el año próximo, de seguir incrementándose la desazón ciudadana como lo viene haciendo mes a mes, cualquier armado electoral visualizado como referencia de castigo a una gestión tan frustrante podría derrotar en la urnas al actual gobierno. Es una lectura legítima, apoyada, además, en hechos incontrastables: la inflación se duplicó, la desocupación se duplicó, el déficit fiscal se triplicó, el endeudamiento creció exponencialmente, la recesión se profundizó, la recaudación sigue en baja y la producción industrial se desmoronó a niveles del 2002. Es decir, hay materialidad para explicar el mal humor y el desencanto.

Ni siquiera el blindaje mediático ayuda a Cambiemos. Hay un agrietamiento, sobre todo verificable en algunos títulos de tapa de La Nación, que continúa militando la doctrina típica para un gobierno de derecha. Ocurre que el de Mauricio Macri no es el gobierno de derecha que entusiasma a los accionistas del diario: es, esencialmente, un gobierno de gente de negocios, con valores arquetípicos del libre mercado, pero perezoso en la administración, divagante por momentos, con altos niveles de internismo y una vocación de gestión pasajera, cuyos funcionarios orbitan entre la necesidad de concretar lo más rápido que se pueda beneficios para sus empresas o rubros de origen –más pensando en la vuelta al área privada que otra cosa- y la perplejidad ante el manejo de un Estado que tiene reglas propias, y hasta vida propia. Lidiando, a su vez, con algo que sólo divierte a una ínfima parte de la alianza Cambiemos: la rosca política.

El antimacrismo, que es una reacción lógica entre los agredidos por el modelo económico, crece, sin embargo, también entre sus beneficiarios, porque advierten que hay oportunidades perdidas para acrecentar esos beneficios o porque las cuestiones de fondo, las que ellos creen que van a garantizar que no sean reversibles en el tiempo, no son tratadas ni resueltas. Ni se desmonta el Estado de bienestar de los últimos años a la velocidad que pretenden, ni se baja el déficit como quisieran, ni Cristina Fernández de Kirchner está tras las rejas, como reclaman. Y este grupo, que por lo bajo deja correr las críticas, es el más ideológico: el resto es un malón de operadores mercantilizados cuya meta no es cambiar la Argentina, aun en clave neoliberal, sino embolsar con urgencia las delicias de haber llegado a hacer lo que siempre hicieron bajo cuerda, aunque esta vez con la legitimidad operativa que da la victoria democrática en una elección presidencial.

Frente a esto, el peronismo en sus variantes más conservadoras se prepara para abandonar, en pocos meses, quizá tres o cuatro, el papel de sidecar del macrismo que tuvo durante todo el 2016. Nada huele mejor este peronismo, con eterna vocación de sobrevivencia, que el olor a cala. La única que los confundió, en su momento, fue la estrategia de retención de poder de CFK: aun sabiendo que no tenía reelección, es decir, que su mandato tenía fecha de vencimiento, consiguió que muchos de estos dirigentes apostaran a la fórmula Scioli-Zanini y a la convivencia con el kirchnerismo como atajo a la victoria. Casi. Se escapó por poquito. Apenas dos puntos. Pero esos dirigentes son los que el día después de la derrota prácticamente negaron conocer a CFK, sus dos gobiernos, sus políticas y se identificaron a tal punto con Cambiemos que sorprendieron a su propia base de votantes. Son los que le garantizaron los acuerdos con los gobernadores, las leyes clave para el despojo, un año sin paro general pese a la destrucción de empleo y la pérdida del poder adquisitivo de los trabajadores, y se dedicaron con fe de conversos a abonar con desplantes, olvidos e ingratitudes varias el plan demonizador del kirchnerismo.

Sergio Massa tuvo más coraje y convicción que ellos, hay que decirlo. Jugó por afuera. Debilitó al peronismo. Hizo lo suyo para garantizar la llegada de Macri a la Casa Rosada, y después de la elección pasó a cobrar con cargos y presupuestos en diferentes organismo públicos, y también en el protagonismo de los tira y afloje previos a la sanción de las leyes. Ahora, cuando el antimacrismo crece, su impostura opositora crece en idéntica proporción. Algunos confunden astucia con oportunismo. Operadores varios, mientras tanto, construyen puentes entre el peronismo conservador y el massismo, convencidos de que juntos el año que viene pueden asestarle un duro golpe al macrismo, ahora que ya no concita la esperanza del cambio, y arrojar a los márgenes de la política al kirchnerismo duro y al macrismo duro, porque aunque parezca mentira, también trabajan para arrastrar en su estrategia a cuadros del oficialismo, como Emilio Monzó, y hasta kirchneristas vegetarianos. Sería una ancha avenida del medio, la cara populista del ajuste, recambio del cartucho quemado en este año perdido, un poco por la impericia de Cambiemos, otro tanto por la vocación fenicia de sus liderazgos y su harto conocido amarretismo.

Teniendo en cuenta este cuadro convendría revisar la estrategia de unidad a cualquier costo que por estas horas blanden como solución al neoliberalismo grupos que no discriminan dentro del amplio campo popular entre convencidos y advenedizos. Porque derrotar a Macri para que se apliquen las mismas políticas económicas y la misma deriva cultural excluyente puede ser, más que una victoria, una derrota definitiva. La palabra “unidad” , es cierto, ejerce un poder hipnótico, casi mágico cuando enfrente está Mauricio Macri y los dueños del poder y del dinero de la Argentina. ¿Pero qué fue el FPV de las elecciones pasadas sino la máxima expresión de la unidad de aquellos que pensaban, se supone, parecido y defendían un modelo de doce años y medio en el gobierno? Y, sin embargo, toda esa unidad (“para la victoria”) trocó en una diáspora vergonzosa tras la derrota de noviembre de 2015.

Hasta los principales asesores de Scioli trabajan para Macri ahora. La idea de armar un Cambiemos nac & pop, que reúna a todas las supuestas expresiones que se declaren antimacristas, es rara desde el vamos: porque Massa o Pichetto o Bossio le dieron las herramientas a Macri para que gestione como lo hizo. Son corresponsables del estado de cosas. Los matices son para la tribuna. En esencia, ninguno cuestiona de verdad el proyecto de país del Foro de la Convergencia Empresarial, que Macri convirtió en su programa político. Derrotar electoralmente a Macri sin derrotar a sus mandantes es una, por lo menos, curiosa manera de entender el triunfo popular. Más bien se parece a cristalizar políticamente un modelo que va a seguir produciendo desigualdad, con administradores eventuales -algunos de ellos, incluso, de buena fe, cuya posterior decepción va a afectar aun más la recomposición del movimiento nacional, popular y democrático- que, a lo sumo, retardarán lo irremediable con algunas leves políticas sociales: que el neoliberalismo se pavonee impune durante dos gobiernos, destruyendo los pilares de inclusión, robustez económica y autonomía soberana que alcanzó la Argentina después de 2001.

Por eso, cada vez que se habla de unidad conviene preguntarse con quién y para qué. ¿Unidad contra CFK para ganar qué cosa? ¿Unidad contra Macri sin el kirchnerismo, una especie de Cambiemos, con el GEN y el PJ, para consagrar a Massa o a Urtubey? Porque a veces, esa palabra, unidad, dicha al voleo, si no se presta atención al conjunto de la trama, sirve para unir a los que no tienen nada que ver y desunir a los que deberían estar juntos. Es como un espejismo: no resuelve la sed de nadie, aunque de lejos pareciera que lo va a hacer.

A todo esto, ¿qué papel juegan las convicciones en estos armados unitarios? Pregunta importante que, lamentablemente, no tiene respuesta en esta columna. No por ahora. «