Hace 100 años, entre el 28 de septiembre y el 2 de octubre de 1924, el fútbol dejó de ser un pasatiempo deportivo en Argentina y terminó de convertirse, por los siglos de los siglos, en una costumbre social: desdoblado entre esos dos días porque 90 minutos ya no cabían en una sola jornada, se jugó el primer gran partido de nuestra historia, el que abrió las aguas. No se trató de una competencia oficial sino de un simple amistoso, pero uno tan potente que aquel Argentina 2-Uruguay 1 se erigió simbólicamente en una piedra bautismal que dejó cuatro huellas que, un siglo después, aún perduran en el tiempo. Allí nacieron el relato de fútbol en tiempo presente para los espectadores que no concurrían a los estadios y una profusa liturgia olímpica: gol, alambrado y vuelta.
El hito ocurrió en el estadio de Sportivo Barracas, un club que desde hace décadas repta sin suerte por las últimas categorías del Ascenso pero que entonces tenía el estadio más grande de Buenos Aires y del país. Con capacidad para 37.000 espectadores, el escenario en el que hacía local la selección argentina –y en el que peleaba Luis Ángel Firpo, boxeador icónico de la época– estaba ubicado en el barrio de Barracas, en la manzana delimitada actualmente por la avenida Iriarte y las calles Luzuriaga, Río Cuarto y Perdriel. Este sábado 28 de septiembre, a 100 años del comienzo del partido –pero no de su final, que será el 2 de octubre–, un grupo de investigadores del fútbol denominado Historia AFA y la Junta de Estudios Históricos de Barracas realizaron una convocatoria en el lugar. Habrá un segundo capítulo dentro de una semana, el sábado 5, cuando arqueólogos cavarán en búsqueda de algún rastro de la cancha, que dejó de usarse en 1937.
La selección argentina ya existía desde 1902, cuando jugó su primer partido, ante Uruguay en Montevideo, año en el que todavía no habían debutado –o nacido– ninguno de los cinco clubes que luego serían considerados grandes. Aún faltaba para el profesionalismo, inaugurado en 1931, pero al público no le importaba la cuestión económica de los jugadores y comenzó a desbordar los estadios en los torneos locales y en los partidos del equipo nacional. Por ejemplo, minutos antes de la final de la primera Copa América, jugada en 1916, los hinchas argentinos invadieron el campo de juego del estadio de Gimnasia y Esgrima de Buenos Aires, en Palermo, a falta de espacio en las tribunas y el partido decisivo ante Uruguay debió ser postergado. Ante la noticia, los simpatizantes –enojados- incendiaron las tribunas.
Con el fútbol europeo recién gateando, y todavía suturando por la Primera Guerra Mundial, argentinos y uruguayos se creían los mejores del mundo. Y tal vez lo eran: Brasil todavía no incluía a sus afrodescendientes y estaba un peldaño por debajo. Los Mundiales no habían sido inventados –de ahí que los uruguayos se adjudican cuatro estrellas- y los Juegos Olímpicos constituían el único torneo global. En julio de 1924, Uruguay se consagró campeón en los Juegos Olímpicos de París 1924 (Argentina no concurrió) y, al regreso, jugó dos amistosos contra nuestra selección. Todavía sin el Centenario construido -sería en 1930-, el domingo 21 de septiembre se enfrentaron en el Parque Central de Montevideo y empataron 1 a 1.
La serie habría quedado en el olvido sino fuera que una semana después, el domingo 28 de septiembre de 1924, la revancha prevista en el estadio de Sportivo Barracas despertó tanto interés que dos periodistas, Atilio Casime y Horacio Martínez Seeber, se subieron a una tarima sobre los vestuarios y por primera vez en Argentina un partido fue relatado por radio. Como la prensa escrita no era suficiente y los partidos ya necesitaban intermediarios en tiempo real, ese día empezó algo desconocido, el fútbol en vivo. Hasta entonces, los hinchas se enteraban del resultado de su equipo recién al día siguiente, mediante los diarios. Como Martínez Seeber era un especialista en los aspectos técnicos de la radiotelefonía, instaló tres micrófonos: uno para él, otro para Casime y un tercero de ambiente para registrar el griterío de la multitud argentina.
Justamente, al amistoso asistieron tantos espectadores que no sólo 10 mil porteños se quedaron en las inmediaciones del estadio, sin poder ingresar: además se vendieron 42.000 entradas, o sea 5000 más que las permitidas, pero también entraron otros 5000 sin localidades. Lógicamente, los que ingresaron –se estima que 52.000 para un estadio de 37.000– estaban enjaulados, al borde del desastre: las invasiones al campo de juego fueron constantes y, como además volaban piedras y botellas, los futbolistas –aterrorizados– sólo pudieron jugar cuatro minutos hasta que el partido se suspendió, todavía con el resultado 0 a 0. Cuando se reanudó el duelo, recién cinco días después, el jueves 2 de octubre, dejó varios rastros que continúan vivos 100 años después: por ejemplo, se utilizó por primera vez un alambrado para separar a las tribunas del campo, un tejido que durante muchos años sería denominado “alambrado olímpico”.
En verdad, como Uruguay había ganado los Juegos Olímpicos de París tres meses atrás, casi todo lo que ocurrió en ese partido por primera vez y no tenía nombre fue bautizado con ese adjetivo, como el gol desde el córner directo convertido por Cesáreo Onzari, mítico delantero de Huracán, y la vuelta alrededor del campo de juego que los campeones hicieron para saludar al público, que pasaron a denominarse gol olímpico y vuelta olímpica. Es cierto que los uruguayos ya habían saludado de esa manera a los franceses, en los Juegos de París, pero fue en Argentina que empezó a denominarse «vuelta olímpica».
En concreto, además, el gol de Onzari primero fue llamado “gol a los olímpicos” y después, con el tiempo, se abrevió a “gol olímpico”, un nombre que se repetiría para el resto de jugadas similares. Lo curioso fue que la FIFA había permitido el gol directo de corner hacía pocos meses, por lo que muy probablemente el de Onzari (convertido a los 15 minutos y que abrió el marcador) fue el primero de esa especie. Luego empató Pedro Cea, para Uruguay, y finalmente Domingo Tarasconi –héroe de Boca- convirtió el 2-1 final.
Una reliquia de ese gol, la camiseta de Onzari, es propiedad de Hernán Giralt, el dueño de la mayor colección de camisetas de la selección argentina. Puede verse en su web, museoracingclub.com: “La camiseta fue obsequiada por el propio Onzari luego del histórico match al dueño del Café Benigno, José Fernández Cavo, el cual era amigo personal del jugador. Dicho café, en Parque Patricios, era frecuentado antes y después de los partidos por los jugadores de Huracán de aquella época. Certificada por escribano público con testimonio vivo de la hija de José Fernández Cavo y con prueba documental de video de 1997 en el cual se muestra y narra la historia de la camiseta”, explica Giralt.
En esa efervescencia, al mes siguiente, el 2 de noviembre de 1924, otro clásico jugado en Montevideo se convertiría en un nuevo hito, aunque en este caso trágico: asesinar por fútbol. El partido se había jugado por la tarde pero ya por la noche, en la Ciudad Vieja de la capital uruguaya, los fanáticos argentinos que habían acompañado a los jugadores comenzaron a cantar: “¿Dónde está el team olímpico?”. Algunos uruguayos reaccionaron con gritos de la época (“Vayan a tomar agua salada a Buenos Aires”), y lo que hoy parece un juego inocente terminó en una pelea en la que un hincha argentino desenfundó un arma y de un disparo mató a un uruguayo. Algunos futbolistas albicelestes protegieron al asesino —a quien conocían— y lo ocultaron en su delegación al regreso pero, a partir de una foto de la hinchada de Boca, el criminal caería varios meses después en Buenos Aires. Le decían el Petiso y era una especie de número 2 de la tribuna de Boca, detrás de Pepino el Camorrero.
En el futuro del clásico rioplatense seguirían infinidad de duelos, incluso mucho más importantes desde lo deportivo, por ejemplo las finales de los siguientes Juegos Olímpicos, en Ámsterdam 1928, y del primer Mundial, en Uruguay 1930, ambas ganadas por la Celeste. Pero entonces ya se sabía que el fútbol era mucho más que un deporte en Argentina. Hace 100 años, entre finales de septiembre y comienzos de octubre de 1924, hubo un amistoso que se pareció al cruce del Rubicón. «