No por casualidad el libro de Fernando García de reciente aparición El Di Tella (Paidós), tiene como subtítulo Historia íntima de un fenómeno cultural. Porque lo cierto es que el Di Tella fue un verdadero fenómeno de los 60, un fenómeno tan desmesurado como la heladera Siam que presidió la cocina o el comedor diario de la mayoría de las familias argentinas hasta convertirse en un ícono nacional que crearon, igual que otros objetos industriales, los Di Tella.

El fenómeno cultural y el industrial no fueron dos cosas separadas. El Instituto Di Tella fue el epicentro de un rebrote vanguardista profundamente ligado a la sociedad de consumo y, en consecuencia, a la industria. Quién aún conserve una “Siam de bolita” –su viejo corazón sigue latiendo a más de 60 años de su nacimiento- sabrá que más que una heladera conserva un objeto que mantiene frescos los recuerdos de una época. Como lo dice Juan Carlos Distéfano, uno de los entrevistados de García, quien entre  1960 y 1970 fue director gráfico del Centro de Artes Visuales del Instituto, en todas las casas había algún producto Siam.  Pero la enorme heladera, construida para durar toda la vida, tuvo la capacidad de convertirse en una máquina de la nostalgia de los años 60 argentinos.

El voluminoso libro del escritor y periodista revisa a través de sus más de 700 páginas  las diferentes instancias de  un fenómeno que tuvo un indudable sello argentino, que logró un alcance enorme que sorprendió a sus propios protagonistas y que es difícil o prácticamente imposible que se repita, precisamente porque no nació de la nada, sino que su nacimiento estuvo  profundamente ligado a las condiciones del país en ese momento, aunque estas no sean suficientes para explicarlo del todo.

El libro pone en evidencia un enorme trabajo de recolección de testimonios y datos por lo que está llamado a convertirse en un referente ineludible para quien se interese en  el complejo fenómeno del Instituto Di Tella dirigido por Guido Di Tella y Enrique Oteiza, que trascendió más allá de sus fronteras físicas para articularse con “lugares no legitimados , siempre una nota al pie en los estudios culturales, como el Bar Moderno, usina full time que consumaba sus conspiraciones en los salones de exhibición y la sala audiovisual del Di Tella.”

Además del material de archivo imprescindible en toda investigación, el libro de García tiene una característica distintiva que hace una gran diferencia: al investigar un fenómeno reciente si se lo considera en términos históricos, está basado en más de 75 entrevistas que logran conformar una “historia viva” de lo que fue el fenómeno Di Tella. “Las entrevistas específicas para este libro –dice al autor- comenzaron en 2017 y siguieron hasta marzo del 2020 en el umbral de la cuarentena. Algunos testimonios volvieron del pasado reciente, de mis entrevistas para los diarios Clarín, La Nación y El País de Montevideo. Pero, para quienes nacimos entre esos años, parte del Di Tella nos es intrínseco, formativo. Quizá comencé a ocuparme de esta historia la primera vez que vi a Marta Minujin en un televisor blanco y negro o cuando escuché “Plegaria para un niño dormido”, la letra recitada por Hugo Guerrero Marthineitz en contrapunto a la voz casi adolescente de Spinetta en la radio del auto familiar. Quién sabe.”

El libro tiene una gran solidez documental y recoge no solo a los protagonistas esenciales de la historia del Instituto, sino también a la constelación de personas que lo rodeaba.

Quizá el testimonio del artista conceptual  David Lamelas resuma con bastante aproximación ese mare magnum de la creatividad que fue el Di Tella y lo abarque en todas sus contradicciones: “Era el epicentro de una Argentina industrializada que miraba al futuro dentro de un contexto neoliberal. Y eso se trasladaba al arte, pero para nada esnob ni extranjerizante. Ese problema lo tenían los reaccionarios, que querían seguir con el cuadrito y rechazaban nuestra modernidad. Y, claro, estaban furiosos porque estábamos trayendo una cosa nueva, más contemporánea. La academia estaba en contra nuestra y también la izquierda. Estar en contra nuestro era estar en contra de algo progresista. Fue una visión errada. Es cierto que estábamos trabajando en una institución que tenía conexiones con Estados Unidos, pero yo creo que las revoluciones se hacen desde adentro. Y nosotros estábamos adentro del Caballo de Troya. La gente que se puso en contra lo hizo por resentimiento, por no estar invitados a participar del Di Tella”.

Los datos formales del Instituto ubicado en la calle Florida 936, en lo que dio en llamarse “La manzana loca”, es que se fundó el 22 de junio de 1958 como homenaje al ingeniero Torcuato Di Tella en el décimo aniversario de su muerte. Inició sus actividades el 1 de agosto de 1960. Fue creado con carácter de “entidad de bien público sin fines de lucro”. Su propósito fundamental fue “promover el estudio y la investigación de alto nivel” en lo referente al desarrollo científico, cultural y artístico del país sin perder de vista el contexto latinoamericano.

Según señala García, Guido y Torcuato Di Tella tenían 27 y 28 años respectivamente cuando fundaron el instituto. Más tarde se convertirían en nombres de la política y la institución fundada por ellos se transformaría en una usina de nuevos talentos y también en un lugar que generaba reacciones extremas.

La propia Nacha Guevara, que antes de ser quien es hoy tuvo su actuación en el Di Tella, le cuenta a García: “En la calle te insultaban, podían llegar a tirarte cosas. Recuerdo una noche que estábamos en Mar del Plata y después de  una función en un café concert fuimos a cenar. Mar del Plata siempre fue muy atrasado y en verano, con el turismo, se ponía todavía peor. Estábamos cenando con Alberto (Favero) y lo vemos entrar a Kado Kostzer desesperado, como huyendo de una manada de lobos hambrientos. Todo era porque esa noche había salido con unos pantalones rojos y lo habían empezado a insultar, y lo siguieron por la calle hasta la puerta del restaurante tirándole piedras. Ese era el contexto en que vivíamos y producíamos.”

Kado Kostzer, aclara García, “es un actor y dramaturgo cuyo atractivo en esta historia es haber visto TODOS los espectáculos que se presentaron en la sala dirigida por Villanueva: desde Lutero, el jueves 3 de mayo de 1965 a María Lucía Marini es Marilú Marini, el domingo 28 de junio de 1970. Sobre esas memorias escribió el libro La generación Di Tella y otras intoxicaciones publicado por Eudeba en 2016. “

Seguramente, los fundadores del Instituto que buscaba la excelencia  nunca previeron que pasarían por allí una enorme cantidad de artistas. En el final, García hace una lista de personas que pasaron por él “de una manera u otra”. La confección de esta lista de 700 personas, según aclara el autor, fue realizada por Fernando von Reichenbach (ingeniero encargado del laboratorio de sonido de la institución) con la asistencia de Celia Wainberg para el “Proyecto Baldosas” con el que la Municipalidad de Buenos Aires había pensado homenajear al Di Tella. 

Entre esas personas se cuentan Oscar Bony, Jorge Bonino, Alberto Breccia, Carlos Cutaia, Jorge de la Vega, Juan Carlos Distéfano, Mariano Etkin, Alberto Favero, Alberto Fernández de Rosa, Nacha Guevara, Griselda Gambaro, Gerardo Gandini, Nicolás García Uriburu, Marta Minujin, Carlos Iraldi, Lía Gelin, Kenneth Kemble, Gregorio Klimovsky, Jaime Kogan, Gyula Kosice, Francisco Kropfl, Julio Le Parc, Julio Llinás, Rómulo Macció, I Musicisti (futuros Les Luthiers), Oscar Masotta, Hugo Midón, Roberto Jacoby, Marikena Monti, Luis Felipe Noé, Marilú Marini, Miguel Grinberg, José María Paolantonio, Federico Manuel Peralta Ramos, Jorge Petraglia, Rogelio Polesello, Lorenzo Quinteros, Humberto Rivas, Josefina Robirosa, Alfredo Rodríguez Arias, Dalila Puzzovio, Jorge Romero Brest, Dina Roth, Pedro Roth, Jorge Sábato, Beatriz Sarlo, Jorge y Renata Schussheim, Antonio Seguí, Carlos Squirru, Clorindo Testa, Carlos Trafic, María Vaner, Oscar Viale, Roberto Villanueva, Silvina Walger, Alberto Ginastera y los grupos Almendra y Manal.

Además de ser un punto de atracción de figuras heterogéneas, fue también un centro multidisciplinario en el que convergieron las artes plásticas, el teatro, el happening, la música y la danza. El Centro Latinoamericano de Altos Estudios Musicales (CLAEM) que tenía allí su sede, dirigido por Alberto Ginastera, fue un polo de atracción para músicos experimentales no solo de la Argentina, sino de toda la región.

Este Instituto, cuya vida coincidió cronológicamente con “el reinado de los Beatles” (1963-1970), tiene bien ganada la clasificación de fenómeno irrepetible. “Los artistas más identificados con el Di Tella –dice García resumiendo el espíritu ditelliano-  se mantienen vigentes porque entendieron que en el cruce de lo popular con lo vanguardista estaba cifrado el futuro. Esa generación que se había alimentado de la patada final del existencialismo se cruzó en una puerta vaivén con la ambición cultural de los herederos de un imperio que era sinónimo de la burguesía industrial argentina y su expansión internacional. Los Di Tella tenían una colección notable de arte, pero no construyeron un museo al estilo Beaux Arts a modo de autohomenaje sino una factoría artística multidisciplinaria impar en la que tecnocracia y contracultura convivieron hasta que colisionaron en la antesala de los violentos 70.”

Pero, como suele ocurrir con todas las instituciones, tampoco ésta careció de conflictos internos entre sus integrantes y, cerca del final, muchos de ellos plantearon disensos inconciliables respecto de la pertenencia a una institución que, por definición, tiene más que ver con la burocracia que con la revolución permanente en el campo del arte. Incluso algunos de sus integrantes, como es el caso de Norman Briski, le niegan el valor casi legendario e idealista que le asigna la mayoría. No puede negarse, sin embargo, que fue un fenómeno cultural netamente argentino cuyos ecos siguen resonando en la actualidad.