En septiembre de 2021, cuando rumbeaba la mitad de su mandato y arreciaban las críticas por su deriva autocrática, Nayib Bukele modificó su bio en Twitter y se autodefinió como «el dictador más cool del mundo mundial».

No era su primera ironía provocadora: en el anuario de graduación de su colegio se había calificado como «class terrorist» (terrorista de clase), tal vez mofando sobre su ascendencia palestina en un país controlado por las élites de raíces europeas. Este excéntrico y controversial «presidente millenial», erigido en el rock star de la derecha regional, arrasará este domingo y será reelegido para un segundo mandato pese a burlarse de la Constitución y dinamitar los pilares de la democracia salvadoreña.

Su nave insignia, el caballito de batallas con el que el mandatario del país más pequeño de la América continental logró una indudable popularidad nacional y un estrellato global, es la tan exitosa como polémica «guerra contra las pandillas». Con un régimen de excepción que está por cumplir dos años, y la detención de más 75 mil personas —El Salvador tiene hoy la tasa de presos más alta del mundo—, Bukele ostenta como carta principal la reducción de los homicidios a mínimos históricos y la pacificación de territorios antes controlados por los grupos criminales. Un aparente éxito magnificado por las pleitesías de la gran prensa internacional y una aceitada estrategia en redes sociales, que tuvo su clímax en aquellos videos cinematográficos de presos hacinados y sometidos con grilletes en la estrenada «mega cárcel».

Sin embargo, el costo de estas políticas fue la suspensión de garantías constitucionales y más de cinco mil denuncias por violaciones a los derechos humanos. Diversos organismos como Amnistía Internacional, la CIDH o Human Rights Watch han constatado infinidad de detenciones arbitrarias, suspensiones de garantías procesales, torturas, tratos inhumanos y muertes sospechosas en los penales, además de la constante persecución a la prensa y a las voces críticas.

La Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos (WOLA) difundió esta semana un informe en el que alerta que El Salvador «no cumple con los estándares mínimos para el ejercicio de los derechos políticos y la integridad electoral».

El deterioro democrático se complementa con la concentración total de los poderes en su figura. La mayoría parlamentaria conseguida en 2021 le permitió a Bukele avanzar en reformas que van en esa línea: destituyó a los magistrados de la Corte Suprema, al fiscal general y a decenas de jueces, tejiendo una Justicia subordinada a sus designios. Además, redujo la cantidad de municipios de 262 a 44 y el Congreso de 84 a 60 legisladores.

La propia postulación de Bukele tiene una obscena ilegitimidad de origen, ya que la Constitución salvadoreña explicita en seis artículos la prohibición de la reelección consecutiva y señala que el presidente en ejercicio «no podrá continuar en sus funciones ni un día más». Sin embargo, la Sala de lo Constitucional —controlada por Bukele— dio una voltereta interpretativa para dar luz verde a la tramoya; Bukele sólo debió tomarse seis meses de licencia y delegar el mandato formal a su secretaria privada.

Poco le importó esto a gran parte de la población salvadoreña, que lo venera porque pudo volver a ocupar los espacios públicos sin miedo a perder la vida después de décadas de violencia desenfrenada. La ecuación es lógica: prefieren que no los maten al costo de un Estado de derecho desmantelado.

Así las cosas, Bukele no precisó hacer campaña, ni dar entrevistas, ni difundir un programa con propuestas, ni asistir a los debates frente a los otros cinco candidatos, a quienes los sondeos les dan menos de un dígito de intención de voto.

En total desconcierto, y hasta en peligro de «desaparecer» por escasez de votos, aparecen el FMLN y ARENA, los partidos que habían gobernado las últimas tres décadas.

El presidente millennial

El pelo engominado, la barba cuidadosamente recortada, los jeans, la gorra hacia atrás y una particular modulación: Bukele hizo de su imagen y su estilo carismático un dique que logra opacar su impronta personalista y autoritaria.

Nació hace 42 años. Luego de trabajar en distintas empresas de su padre (sobre todo en publicidad), se afilió en 2011 al FMLN, desde el cual fue electo al año siguiente como alcalde de Nuevo Cuscatlán y de la capital San Salvador en 2015. Saltando sin escalas de izquierda a derecha, llegó a la presidencia en 2019 por el partido GANA para luego formar su propio espacio llamado Nuevas Ideas.

Su política exterior es también heterodoxa. Tiene mejores vínculos con China que con Estados Unidos pero suele tirotearse en las redes con los presidentes progresistas de la región.

En su segundo mandato, tendrá como principal desafío conseguir mejoras socio-económicas, algo que hasta ahora no ha logrado ni resultó con la extravagante adopción del bitcoin como moneda de curso legal. Bukele viene apostando al desarrollo del turismo y a megaeventos (como el Miss Universo o la visita del Inter Miami de Messi) para dinamizar una economía que depende demasiado de las remesas que envían las familias migrantes desde EE UU.

Todo indica que también mantendrá la amplia mayoría en el Congreso y seguirá su camino hacia el poder absoluto. La gran incógnita será si el «modelo Bukele», aplaudido por el establishment global y los predicadores del manodurismo pese a su declive democrático, podrá sostenerse en el tiempo.   «