Nació y creció en Texas y si buscaran en su ADN encontrarían ancestros irlandeses y escoceses. Pero un día John Gibler se topó con un poema de César Vallejo –en inglés– y se dijo «¿pero qué es esto?, tengo que conocer el texto original». Entonces se hizo amigo de poetas de Honduras, México, Perú. Luego tuvo otro golpe del destino: conoció de un músico mexicano la chacarera «Entre a mi pago sin golpear» y eso le terminó de volar la cabeza. Guitarra en mano recorrió el continente y decidió viajar al pueblo donde el autor de Los heraldos negros había nacido, Santiago de Chuco. Pero no llegó. En el camino se encontró con «unos peruanos locos» con los que recorrió las zonas calientes del Perú tras la derrota de Sendero Luminoso. Un recorrido que fue una transición de músico a investigador y periodista tras su incursión en la carrera de Filosofía y un camino como «oenegero» en organizaciones de DD HH del estado de Guerrero.

Entre una cosa y otra, Gibler se fue haciendo cada vez más latinoamericano al punto de que cuesta encontrarle algo de acento estadounidense. Escribió Morir en México; Una historia oral de la infamia. Los ataques a los normalistas de Ayotzinapa; y México rebelde, entre otros. Ahora, en su primera visita a Buenos Aires, auspiciado por la gente de Tinta Limón, habló de sus investigaciones sobre el «régimen de excepción» (estado de sitio) decretado por el presidente Nayib Bukele en El Salvador y las nefastas consecuencias de esa política de mano ultradura en la castigada región centroamericana.

–¿Quién es Bukele? Porque en un momento pareció progresista, con ideas de avanzada, fuera del amparo en las oligarquías tradicionales salvadoreñas.

Foto: AFP

–Es una figura política que representa ese mundo de los políticos y de partidos y poder estatal en el que los términos izquierda derecha se disolvieron, ya no representan nada. Bukele viene de una familia palestina acomodada y empresarial que apoyó a la guerrilla. El papá de Bukele apoyó al Frente (Farabundo Martí de Liberación Nacional, FMLN) y él mismo empieza como empresario: gerente de un antro en San Salvador que tenía mucha fama de consumo de cocaína. También hizo mercadotecnia en una empresa de imagen, y se nota. Se inicia como político a petición del Frente y dentro del Frente hasta que pelea con ellos siendo alcalde de San Salvador y crea su partido Nuevas Ideas. Mercadotecnia pura. Y luego él jala de discursos de izquierda o de derechas a su antojo.

–¿Cómo es que tiene apoyo en la sociedad?

–Hay que ver que llegan políticos que dicen «yo no soy nada de esos, vengo de otro lado». Fujimori, en Perú, decía «yo soy ingeniero agrónomo» y la gente piensa «por fin, no es alguien que viene de Harvard y de la clase política, es uno de nosotros y no está corrompido y viene trabajando». Al principio fue una cosa populista muy común. Bukele es muy bueno lavando su imagen. Pasó en la pandemia, decía «yo te protejo». Hizo un súper hospital para las vacunaciones, ¿pero qué hizo? Se decía «hay que mantener la sana distancia» y juntó a toda la gente para vacunarse. En lugar de mandar las vacunas a la gente mandó traer la gente a las vacunas y hubo miles de contagios. Con el régimen de excepción generó la percepción de que «por fin un político nos hizo caso y arrestó a los pandilleros que nos están aterrorizando». Pero hay que decir un par de cosas. Las pandillas aterrorizaban a mucha gente, sí, pero no trabajan solas. Siempre han tenido relaciones con gobiernos, con el Estado. Generar esa percepción de que las pandillas son el enemigo y el Estado es el amigo que te protege es engañoso. Y trabaja a base de una confusión de cómo se genera y se sostiene la pandilla por tantos años. Creerlo nos expone a una ingenuidad peligrosa ante el Estado de confiar en lo que ahora están haciendo. Yo hablé con mucha gente en los barrios que me decía «no, es que esto era un infierno, si yo cruzaba esta esquina me mataban, tenía que dar una vueltota si quería ir del otro lado». Gente para la que la muerte violenta era parte de la cotidianidad. Te decían «yo he visto morir gente delante de mí», y que de repente ahora puedan caminar… Pero además está toda esa imagen que genera, con los cuerpos semidesnudos, todos tatuados, rendidos y además de todo eso, sufriendo. Vende la imagen del criminal que ahora sufre y eso genera una especie de goce social del sufrimiento ajeno que me parece…

Foto: Presidencia de la República de El Salvador / AFP

–…medieval…

–O simplemente asqueroso. Pensaba en ese libro de Bruno Latour, Nunca fuimos modernos. Ese concepto de modernidad está ocultando muchas cosas. Ese goce del sufrimiento ajeno y además dice «ya no van a tener carne, van a comer dos veces al día, tortilla y frijol, el pueblo no va a comer peor que estos criminales, van a estar sin contacto al sol». Ufanándose de la capacidad de producir sufrimiento en quienes producían sufrimiento.

–Pero no hay sólo maras presos.

–Yo decidí reportear sobre el «estado de excepción» lejos del centro. Ese fue mi desafío. Si, fui a San Salvador, al epicentro, a la cárcel de Mariona, donde hablé con mujeres que estaban haciendo un campamento ahí afuera. Pero fui a un pueblo chiquito, rural, que fue un pueblo guerrillero, repoblado durante la guerra por la guerrilla, de izquierda, del Frente, Guarjila. Las pandillas no habían llegado, no había maras. Hablé con mujeres pobres que me decían «yo camino por la calle sola sin miedo». Y yo les mostraba fotos de los que habían sido detenidos en ese pueblo y me decían «¿miedo a ese?, no, si es mi primo, son unos chavos que se juntan en esta esquina, y estos otros ni se conocen entre ellos». Lejos del centro es otra cosa. Hablé con un policía nacional que me dijo «hay cuota».

-¿Cuota?

–Hay cuota. Al inicio, mayo del 2022, tenían que llegar a 50.000 presos. Ya lo sobrepasaron.

–Hace poco celebró los 70.000.

–»En cada departamento tenemos que entregar entre 20 y 30 personas diarias», me decía el policía, por eso están sacando de sus casas a la madrugada, parando en los trabajos, y obviamente son personas de clase trabajadora. No van a los barrios ricos o a los hijos de los trabajadores de la embajada estadounidense. Van a los talleres mecánicos, van al campo. Hablé con un joven campesino al que acusaron de terrorismo, y aparece su foto en una revista y es un campesino que va con su burro a buscar leña para cocinar y lo están acusando de terrorista. Lo sacaron de su casa, del medio de su familia.

–¿Eso no genera rechazo?

–En esos sectores un rechazo total. Hablé con gente que me decía «nosotros creíamos en él, lo votamos, pero nos está regresando a los años de la guerra, cuando teníamos miedo del Estado que venía a llevar y matar a los nuestros».