«Se creen dueños de un país que detestan»

Diego Capusotto

Quienes tenemos hijos pequeños en Argentina conocemos de cerca la lucha que emprendemos a diario para que nuestros niños no hablen en español neutro, con palabras importadas como “nevera”, “pastel de fresas” o “puedes”. Es una suerte de batalla cultural que se libera cotidianamente contra una homogeneización del idioma que, de alguna manera, atenta contra nuestra propia cultura e identidad.

Y de repente, este gobierno, como si nada y sin despeinarse, pone sobre la mesa la palabra “ómnibus”. Vienen a titular una ley de profunda reforma del Estado que contiene más de 500 artículos, y suaviza, desde el lenguaje centroamericano, aquello que se pretende perpetrar como uno de los saqueos más grandes de la historia, en beneficio de los mismos actores de siempre. Entonces, a instancias de los medios de comunicación hegemónicos que, selectivamente pendulan entre la crispación y la candidez (según de quién se trate), convalidamos usar la expresión “ómnibus” para metaforizar la entrega del país. Pero hay que entenderlos: ¿cómo no se va a llamar de ese modo si, en esencia, el cuerpo de la ley busca desvalorizar todo lo nacional?

En estas latitudes, al transporte urbano que lleva personas a granel le decimos “colectivo”, “micro” o sencillamente “bondi”, pero jamás “ómnibus”. Se nota que nunca subieron a uno. Pero claro, bautizan el plexo normativo con las mismas palabras de Juan Bautista Alberdi, redactando los artículos de la ley en connivencia con cada sector concentrado de la economía. Imprimieron decorosamente el texto final para las cámaras, lo ciñeron con una cinta blanquiceleste, le pusieron un moño y lo enviaron al Congreso Nacional para su tratamiento. La pompa mediática fue tan empalagosa que pasaron el video de su artífice, Federico Sturzenegger, burlándonos con cara de “Joker” tercermundista; para luego hacer el seguimiento de la caja que la contenía viajando en el auto, como si se tratara de un órgano a punto de ser transplantado. En efecto, lo es. Es un transplante de autoritarismo político y desregulación económica que reduce al Estado a su mínima expresión, o lo que es peor, le asigna la facultad de ser pleno garante de las ganancias de los más poderosos.

Al igual que el DNU sacado con fórceps en diciembre y con vigencia parcial en la actualidad, esta ley pretende ser aprobada entre gallos y medianoche para dejar tiesas y en el tendal a las grandes mayorías. Son tantos los frentes abiertos que atender a cada uno de ellos con argumentos, ameritaría discusiones de meses enteros. Así como no existía necesidad ni urgencia para cada ítem de ese avasallamiento a la democracia, tampoco se entiende cómo este remate de Argentina pueda ser aprobado en menos de 30 días.

Mauricio Macri ya había dicho en más de una entrevista que, de volver al poder, iba a llevar adelante las reformas conservadoras de modo más profundo y más rápido. El propio Esteban Bullrich, ex ministro de educación de su gobierno, sostuvo cínicamente que las reformas estructurales hay que hacerlas todas juntas, para no darle capacidad de reacción a la gente. Pero todo tiene lógica y se inscribe en el paradigma de la “doctrina del shock”, un paralelismo entre la psiquiatría y la sociedad muy bien pergeñado por la periodista canadiense Naomi Klein. El shock era una metodología aplicada en la primera mitad del siglo XX a los pacientes que padecían distintas patologías mentales y el procedimiento, a partir de descargas eléctricas en la cabeza, se encargaba de “resetear la locura” para que, mente en blanco, puedan reiniciar una nueva vida.

Trasladado a los términos sociales, la doctrina del shock consiste en remover luchas o hacer olvidar, a la fuerza, conquistas sociales logradas en un país a lo largo de la historia, a partir de sacudones que no dejen margen de maniobra a la movilización social. En los años setenta eso se hizo a partir de dictaduras militares con el Plan Cóndor, pero en la actualidad, las terapias son aplicadas a partir de distintos mecanismos “blandos”: medios de comunicación hegemónicos, persecución a líderes políticos y sindicales mediante lawfare, ejércitos de trolls tecleando en redes sociales, influencers virtuales con mucha llegada de lenguaje basura, pero muy efectivo al fin.

A no confundirse. Estas reformas no tienen necesidad ni urgencia. O sí la tienen, para una minoría que, ya acostumbrada a ganar por goleada, quiere potenciar sus beneficios para seguir polarizando y latinoamericanizando a este país, en el sentido que la búsqueda de estabilidad cambiaria y fiscal sea a costa de más hambre en el pueblo trabajador y del exterminio de la clase media, como sucede en la mayoría de los países de la región.

Los ómnibus podrán llevar artículos de los más variados para entregar el país a merced de los que más tienen, pero ojo, los colectivos llevan mucha gente con mucha bronca, indignación y, por sobre todas las cosas, ganas de ser partícipes de la construcción de esta nación. Los bondis, una vez que aceleran, no hay nada que los frene.