“¿Y usted por qué está viva?”. Ésta era la pregunta frecuente que le hacían a Silvia Labayru luego de haber sobrevivido al horror de la ESMA, donde fue llevada luego de su secuestro el 29 de diciembre de 1976. Era parte del sector de Inteligencia de Montoneros, tenía apenas 20 años y estaba embarazada. Su hija, Vera, nació sobre una mesa de ese campo de concentración. Poco después fue entregada a sus abuelos.

En su historia, como en la de todos, se dio una mezcla de causalidad y azar. Proviene de una familia de militares, lo que no fue razón suficiente para que se salvaran otros. Había estudiado en el Nacional de Buenos Aires. Era muy inteligente y también muy hermosa. La singularidad de su belleza fue un factor importante en su vida llena de amoríos y amores y hasta es posible que fuera uno de los muchos factores que intervinieron en su salvación.

Nunca se sabrá con exactitud, sin embargo, el criterio con que se elegía el destino de los prisioneros, aunque una llamada que Jorge «El Tigre» Acosta le hiciera al padre de Silvia el 14 de marzo de 1977, cuando este ya la daba por muerta, parece haber sido el pasaporte para regresar a la vida.

Como todos los secuestrados, fue torturada, pero su historia en la ESMA tuvo una particularidad. Formó parte de uno de los grupos de los militantes que los secuestradores querían “recuperar”. Obligada a realizar trabajo esclavo, estuvo en contacto con Acosta y Alfredo Astiz, debió desempeñar el papel de hermana del torturador. Sufrió, además, reiteradas violaciones por parte de un oficial. Su “consentimiento” a los ultrajes aberrantes era una prueba de su “recuperación”, como si en esas circunstancias hubiera otra elección posible.

Silvia Labayru fue liberada en el mes de junio de 1978 y viajó a Madrid junto a su hija que tenía un año y medio. Pero su calvario aún no había terminado. Con el viaje empezaba otro: el repudio de los argentinos exiliados que se manejaban con la lógica maniquea de que los muertos eran héroes y los sobrevivientes, traidores.

Después de varios años de vivir en España, Silvia volvió a Buenos Aires para reunirse con Hugo, un amor de adolescencia al que en su momento había lastimado. En esta ciudad la conoció Leila Guerriero a través de un amigo común, el fotógrafo Dani Yako.

Y aquí comienza la historia de La llamada, un libro en el que a través de más de 400 páginas con su habitual maestría Guerriero despliega el perfil de Silvia Labayru.

¿Qué te fascinó de Silvia Labayru como para escribir un libro tan extenso sobre ella?

-No sé si decir que me “fascinó”. Esa palabra indica demasiada cercanía con la persona que uno está entrevistando. Sí me interesé muchísimo por la historia. El interés surgió cuando leí una nota de Mariana Carbajal en Página 12 que resumía muy bien las singularidades de Silvia. El que hizo el contacto fue Dani Yako. Diría que fue él quien tuvo ojo de editor. Me dijo: “¿leíste la historia de mi amiga Silvia”?

Le contesté que sí, que era  una historia tremenda y entonces me preguntó si me parecía bien que le preguntara a Silvia si no quería hablar conmigo. A mí ni se me había pasado por la cabeza. Pero la nota de Mariana me pareció que narraba una historia singularísima y me quedé muy llena de curiosidades.

Contaba que había estudiado Psicología luego de estar secuestrada en la ESMA y que no había podido ejercer porque la habían repudiado. Me pregunté cómo era posible que alguien que había sobrevivido a algo así, en el exilio no fuera recibida con alegría. La trataron pésimo.

Me pregunté lo mismo. Sabía de las violaciones, pero nunca imaginé el nivel de perversión al que podían llegar. La violación se hacía con el supuesto “consentimiento” de la víctima como prueba de «recuperación». A Silvia, González la violó incluso con la participación de su propia mujer.

-Sí, ni hablar de esa situación de violación de pareja. Yo conocía lo del “proceso de recuperación” que había instalado Acosta, la historia de que a las mujeres las sacaban a bailar. Había leído muchas veces la historia de Graciela García Romero. Hubo cosas que no fueron sorpresa, pero lo del repudio sí. Como dice Susana Burgos, hay asociaciones de madres, de hijos, de abuelas, pero los sobrevivientes no están en ningún lado.

¿Qué se esperaba que hiciera en una situación así?

-Que aceptara morirse. Si una organización le da una pastilla de cianuro a los militantes es porque espera que haya gente que esté dispuesta a matarse. Hay gente que lo estuvo, yo no voy a abrir un juicio moral sobre eso, pero hace falta coraje. Es un camino irreversible que te marca una organización en la que se milita profundamente convencido.

Me parece respetable la convicción, pero es mucho pedirle a una persona que haga una cosa así. El caso de Silvia es muy notorio por la presencia de Astiz y de Acosta en su historia, pero el rechazo por ser sobreviviente se ha dado en otros casos.  A su amiga Lidia Vieyra y a muchas otras personas les pasó lo mismo.

-¿La ESMA está siempre presente en la vida de Silvia?

-No está presente todo el tiempo. Son fogonazos. Lo recuerda más ahora porque está de regreso en Argentina, pero durante todo los años en que vivió en España no estuvo tan presente. Ella tiene un profundo rechazo por la idea de la víctima eterna y cualquier cosa que la coloque en ese lugar la irrita mucho. De hecho, con mucha gente no ha hablado del tema para que no se la coloque en ese lugar.

Sus amigos españoles Lola y Enrique, dos personas mayores a las que adora, conocían su pasado pero no en detalle. Enrique me envió un mensaje muy conmovedor después de leer el libro. Ni él ni Lola podían dejar de llorar por cosas por las que ella ya no llora. Además, sabe que puede dañar a alguien con su historia, y por eso a veces evita contarla aunque se lo pidan.

-Las historias de sus amores son dignas de Manuel Puig. Uno tendería a pensar que luego de una experiencia como la que vivió todo eso desaparece, pero no es así.

-No, claro, todos esos amores forman parte relevante de la vida de una mujer que pasó por cosas tan graves.

Incluso la imagen de Astiz que se percibe a través del libro tiene matices insólitos. Hace muchísimos años él dijo que no podía tener una pareja estable y un hijo porque eso lo volvería vulnerable.

-Creo que más que tener algún aspecto vulnerable, Astiz estaba bastante hechizado por Silvia. Evidentemente, no quería que la mataran. Incluso cuando ella le dice que quiere que la trasladen -el “traslado” era el vuelo de la muerte de los miércoles-, él le dice “basta, no vuelvas a decir esa palabra”. Martín Gras (prisionero en la ESMA junto con Silvia y también sobreviviente) le pide que indague un poco más en los “traslados”, porque veían algo raro en el hecho de que trasladaran a otro lugar a prisioneros que eran tratados con tal violencia.

Tomando un gran riesgo, Silvia  le saca de mentira verdad a Astiz. Esto lo cuenta el propio Gras. Seres como Astiz son complejísimos y habría que observarlos muy de cerca para saber algo de ellos. Si hacer un perfil de Silvia me llevó dos años y medio, para hacer uno de Astiz estaría diez. Sería muy difícil tratar de entender esa cabeza oscura, esa perversión.

¿Cuándo te diste cuenta de que la historia de Silvia se iba a ramificar en cosas que no tienen que ver con la experiencia de la ESMA?

-Fueron más de 95 entrevistas en total, la mayoría de las cuales las tuve con ella. Pero ya en la primera reunión informal en la que le conté lo que quería hacer me empezó a deslizar algunas cosas. Por ejemplo, su regreso a la Argentina por su relación con Hugo, que había sido su amor de adolescencia. Me habló de unas cartas que le mandó cuando salió de la ESMA y que no le llegaron porque las interceptó su madre,  me mencionó que el padre de ella y la madre de él estaban internados en un mismo geriátrico.

Foto: Tiempo Argentino

En ese momento me empezó a parecer que su historia tenía algo de tragedia de Shakespeare: dos amante separados por los padres. En las primeras entrevistas yo traté de mantener una línea cronológica, lo que llevó bastante tiempo. Pero en algún momento uno necesita imprimirle algo de dinamismo a las entrevistas para que no resulten tan previsibles para el entrevistado. Ahí fue cuando comenzamos a mechar cuestiones del presente. Empezaron a salir entonces cosas como su relación con Hugo, las cartas perdidas, el momento en que él la confronta a su madre…

Me di cuenta entonces de que iba a haber una historia para contar que llegaba hasta el momento actual. Luego comenzó a llenarse de más detalles, como los campamentos del Nacional Buenos Aires, los primeros novios… Surgieron muchas otras historias más allá de la historia de la ESMA. Yo no escribí sobre la ESMA, si no sobre la historia de Silvia Labayru.

No sólo Silvia es interesante. También su madre, que exponía su vida íntima, sus amantes.

-Sí, mucha gente me habla de Betty. Cuando vi su foto, vi a una mujer espectacular, finísima. Silvia es hermosa, pero de una belleza más salvaje. Su madre, en cambio, era como una taza de porcelana. Silvia me contó la locura de celos que vivían sus padres. Ella tenía con su madre una relación muy tensa, porque era muy seductora pero, a la vez, muy invasiva.

Además, hace algo terrible que es que cuando en el departamento de Silvia ve el embute donde estaban las armas, va corriendo a decirle a un comisario amigo.  Desde el punto de vista freudiano, lacaniano o lo que quieras, eso es entregar a tu hija. Silvia lo tiene perfectamente claro. Dice “me arrojó a los leones”.

-Pero no es una persona rencorosa.

-No, con todo lo que le pasó podría ser una persona enconada, rencorosa, amargada  y no lo es en absoluto. Creo que todo lo que tiene que ver con sus padres lo tiene muy elaborado. Siempre reivindica el hecho de que fueron muy buenos después de que ella salió de la ESMA. La protegieron mucho, la llenaron de amor, le dieron ayuda económica. Ella dice que ya no tiene cuentas por saldar. Cuando alguien te dice eso es porque en algún momento sí las tuvo. Pero por otras personas como González, por ejemplo, siente algo más potente que el rencor y lo dice, siente desprecio.

Silvia parece muy vital. Siendo una persona grande, para ella tiene mucha importancia el sexo.

-Creo que es algo generacional porque también Hugo y Natucci, quien fue su pareja, hablan de sexo. Para todos ellos es un tema, lo que me parece sensacional. Pero Silvia no habla de eso con sus hijos, no tiene con ellos el exhibicionismo que tuvo Betty. Lo habló conmigo, lo habla con sus amigos. Ella tuvo que inventarse como madre. Imaginátela sola en España, a los 22 años, con una nena chiquita, después de todo lo que pasó en la ESMA.

-¿Qué te dijo Silvia luego de leer el libro?

– Tuvimos una hermosa conversación. Y digo “hermosa” con nuestro estilo, porque ninguna de las dos es Heidi. Al final de la charla me dijo: “¡Me pillaste!”.

El trabajoso proceso de escribir un perfil

-¿Qué desafíos te planteó este libro?

-Sobre todo la cantidad monstruosa de material que tenía. Sólo la transcripción de las entrevistas era de algo así como 1937 páginas, una barbaridad. Todas las hice yo. A eso se sumaban las declaraciones de Silvia en distintas causas y los libros que utilicé como apoyatura.

En el mes de septiembre de 2022 me fui un mes a Ciudad de México con una beca que da la Casa Estudio Cien Años de Soledad. Me invitó Juan Villoro. Entonces me dije «me encierro en este lugar y empiezo a transcribir». Por supuesto, no fue un encierro absoluto. También hice otras cosas, pero mi jornada de trabajo estaba enfocada en la transcripción.

Transcribir es una tarea muy dura.

-Sí, es una tarea durísima y, por momento muy aburrida, pero a mí me sirve mucho. Pensá que estuve entrevistando a Silvia entre mayo de 2021 hasta noviembre de 2022. Luego de todos esos meses y con una primera entrevista tan lejana, transcribir sirvió y me sirve siempre para revivir los momentos que pasé con la persona entrevistada.  Entonces todo ese material empieza a circular como un torrente. Es algo casi físico. Te llenás del mundo de la persona sobre la que querés escribir un perfil.