Christian Kupchik está tan relacionado con el mundo de la palabra escrita que, de haber nacido en el siglo XV, seguramente habría sido él y no Gutenberg el inventor de la imprenta. Nacer varios siglos después, sin embargo, no le impidió ser el prototipo del hombre del Renacimiento por la cantidad de saberes que abarca y domina.

Narrador, poeta, periodista cultural, especialista en literatura de viajes, traductor, arqueólogo literario que rescata joyas enterradas por la indiferencia o los caprichos del azar, estudió Psicología  en Buenos y en París y Filología de lenguas nórdicas en Estocolmo. Tradujo al castellano, entre muchos otros autores, nada menos que al poeta Tomas Tranströmer, quien sería más tarde Nobel de Literatura.

 Leyó los libros que casi nadie leyó y escuchó la música que casi nadie conoce. El saber le cuenta al oído secretos que no le cuenta a nadie más. Enamorado de los mapas antiguos, se lo podría definir como un explorador cultural de tierras incógnitas. Nació en Buenos Aires, pero su espíritu trashumante lo llevó a residir en diferentes lugares del mundo, de Estocolmo a Montevideo.

A esta lista de quehaceres y saberes hay que sumar, además, el oficio de editor exquisito, en el que tiene una larga práctica. Junto a Salvador Gargiulo editó un verdadero milagro editorial, Siwa, una revista-libro de literatura geográfica con una estética del siglo XIX porque, según le dijo oportunamente a este diario, «ser anacrónico es  una forma de estar a la vanguardia».

Hoy, está al frente de Leteo, una editorial que fundó en 2016 y cuyo catálogo constituye en sí mismo una pieza literaria que lleva su firma al pie. «El catálogo de una editorial es su capital simbólico».

–Tenés una larga trayectoria como editor, pero, además, dominás muchos otros campos relacionados con la palabra. ¿Cómo te definirías?

–Un amigo me define, a la vieja usanza, como «polígrafo» (se ríe). Es una definición que me gusta porque me gusta todo lo que tiene que ver con la grafía, con la escritura.

–¿Cómo comenzaste a editar?

–La edición siempre me atrajo. Cuando estaba estudiando  en Estocolmo, se me dio por hacer unas plaquetas de poesía con traducciones propias y edición bilingüe. La primera fue de Tomas Tranströmer que luego, en 2011, ganaría el Premio Nobel. Tiene un poema que me gusta mucho que se llama «Postales negras». Había conseguido unas postales antiguas y entonces la carátula fue una de estas postales en las que decía «Postales negras» y su nombre. A las postales les pegué estampillas viejas de distintos países del mundo. Se las mandé a Tomas y quedó fascinado. Ahí me di cuenta de que no sólo me gustaba publicar, sino también darle una vuelta de tuerca a la publicación. Cuando terminé la carrera de Filología, un gran amigo a quien quiero mucho, una eminencia que fue asesor de la Academia Nobel, colaboraba con una editorial bicentenaria, una de las más antiguas y económicamente poderosas de Suecia, Bonniers. Esa editorial publicaba una revista, BLM (Bonniers Litterära Magasin ), que recomendaba novedades literarias en distintas lenguas. A través de mi amigo me asignaron las novedades literarias en lenguas románicas. Fue una gran experiencia para mí. Era una editorial-tanque que publicaba de todo. Pero hay una gran distancia  entre lo que son estos tipos de editorial allá y lo que son en América Latina.

–¿Cuál es la diferencia?

–Que ellos asumen más riesgos. Y esto tiene que ver con una vieja idea, un tanto tautológica, sobre qué es un editor y qué tipo de actividad es la edición. Antes estaba en manos de jóvenes de buena cuna, con cierta cultura, pero nadie se hizo rico como editor. La edición es una rama secundaria del abanico industrial que ofrece el capitalismo respecto del libro. La industria editorial –valga la tautología– se encarga de hacer buenos libros. Ahora bien, ¿qué significa hacer buenos libros? Hay de por medio un interés económico y ahí la cosa comienza a ser más difusa.

–¿Por ejemplo?

–Puede significar hacer un aporte a la literatura en general y otros editores se conformarán con la idea de que un buen libro es aquél que le permite recuperar la inversión. Hace poco hablaba con un editor de aquí sobre un autor que vende mucho y que para mí no es alguien que haga un gran aporte a la literatura. El editor me decía «vende» y al vender le da trabajo a mucha gente y permite que la industria editorial o, por la menos, para que la multinacional para la que él trabaja pueda seguir editando. Pero el problema es complejo, porque el que apuesta a la edición como negocio, tampoco tiene ninguna garantía de que lo que publica se vaya a vender. Hay muchas aristas referidas a la edición que vale tener en cuenta.

–Argentina tiene una gran tradición editorial, ¿no es así?

–Sí, durante la última etapa de Boris Spivacow, en los ’90, pude trabajar en un proyecto con él. Quien lo financiaba era una revista que ya no existe y que se llamaba Segunda mano. No sé cómo Spivacow los convenció de que invirtieran en libros. Él quería resucitar la experiencia del Centro Editor y eso era bastante difícil. Siempre sentí un respeto ceremonial por la tradición editorial argentina. Las ediciones de Tor hicieron conocer aquí muchos clásicos. Es cierto que las traducciones no eran muy buenas ni las ediciones eran muy lindas, pero eran populares, llegaban a todo el mundo. No me olvido de que Tor publicó por primera vez a Knut Hamsun en castellano. Y ni hablar de lo que Jacobo Muchnik hizo en Fabril. La primera edición de El Hobitt, de un tal Tolkien, que nadie sabía quién era, la hizo él en la década del ’50 en unos libritos de tapa dura en una colección que se llamaba Libros del Mirasol. Y si hablamos de Jorge Álvarez, no solo hizo mucho por la literatura, sino también por la música con la creación de Mandioca.

El titular de la editorial Leteo.
Foto: Soledad Quiroga

¿Entonces ser editor es como poner un mensaje dentro de una botella y tirarla al mar?

–Exactamente, es eso. Al mismo tiempo es un género. Los géneros literarios, el policial, la novela psicológica y demás tienen determinadas leyes. Pero luego hay autores que van a desarrollar distintas tendencias. No es lo mismo Conan Doyle que Chandler o Simenon. Con la edición sucede más o menos lo mismo. Tuve la suerte de tener un par de charlas con Roberto Calasso, que fue el editor de Adelphi. Él tenía unas ideas clarísimas acerca de la edición y una de esas ideas era hacer libros únicos. Él me decía que cada texto de cada autor es un universo en sí mismo, una isla. El archipiélago está dado por la presentación gráfica y una serie de elementos que hacen que un libro de Adelphi o de Gallimard sea plenamente identificable. ¿Por qué? Porque hay una estética detrás, hay una apuesta. Para mí eso es fundamental.

El catálogo es también una parte de la identidad de una editorial

–Claro, el catálogo es el capital simbólico de una editorial. Tiene que haber una coherencia entre lo que publicás y el lector al que querés llegar. Y aquí hay otro tema muy interesante y que para mí es fundamental en cualquier proyecto editorial que se precie, y es tratar de crear una complicidad entre la propuesta editorial y los lectores.

–¿Y cómo funciona eso en el caso de una editorial como Leteo?

–Hasta el momento Leteo tiene cuatro colecciones. Una tiene que ver con narrativa; otra, Abisal, que son rescates; otra que se llama Vita Nuova está dirigida a jóvenes y la última, Diván, que es de poesía. Cruzo los dedos para ver si este año pueden salir dos colecciones más. Tanto en Abisal como en Vita Nuova se trata de autores que están fuera de la agenda literaria. Unos por ser muy nuevos como es el caso de Camila Sadi, que tiene 25 años y de la que publicamos La venganza es un gato amarillo, un libro inclasificable. Siempre un autor comienza por su primer libro y alguien lo tiene que publicar y darle confianza. Otro caso similar es el de Emilio Jurado Naón, por ejemplo, con Sanmierto, otro libro inclasificable. A diferencia de los grandes grupos editoriales que tienen otros parámetros, yo privilegio mi mirada. En algún caso puedo dar a leer algo, si tengo alguna duda, pero los libros que publico tienen que responder a un deseo, a mi deseo. Hago propia la famosa frase de Borges que dice «Que otros se enorgullezcan de los libros que han escrito. Yo me enorgullezco de los libros que he leído». Soy consciente de que los libros que me enorgullezco de haber leído no tienen por qué convencer a todo el mundo. Yo les veo un potencial que me parece que rompe un poco con la regla.

–¿Y en el caso de los rescates?

–Pueden ser autores conocidos como Cocteau, por ejemplo, del que publiqué un libro que no circuló en español, o libros menos conocidos como Doctor Glas de Hjalmar Süderberg, un clásico sueco que aquí no conocía nadie y del que había una sola edición en español que salió en el año 68 en Barcelona y de la que acá habían llegado muy pocos ejemplares. Además, estaba traducido del inglés. Otro caso es el de Gloria Alcorta, que es una autora completa e injustamente olvidada habiendo fallecido hace apenas diez años. Más allá de que sus textos que renuevan el fantástico me parecen increíbles, muy en la línea de Silvina Ocampo de quien fue muy amiga, creo que se distingue de la producción actual y eso es lo que es lo que procuro. Hay lectores que me dicen «yo compro libros de Leteo sin conocer a los autores » y ese es un voto de confianza. Eso es muy importante porque, quizá, a partir de esa lectura, comienzan a leer a esos autores. De eso hablaba cuando me refería a la complicidad con el lector. Antes hablé de la edición como género. Yo mantengo una discusión permanente con la idea de género. Más allá de que hay una colección de narrativa y una de poesía, etc, intento combatir las clasificaciones contradiciendo  las propias fórmulas del género. Por ejemplo, Pedro Rey publica una novela titulada  Trieste.Un cuento. Mario Ortiz publica Tratado de iconogénesis que pertenece a la línea de Cuadernos de Lengua y Literatura que no se sabe qué es, tiene fotos, hace digresiones. Es un libro increíble. Si nos ponemos a pensar, no hay gesto más moderno en la literatura que el que hizo Cervantes con el Quijote. Dijo ¿qué es lo que escribe todo el mundo? Novelas de caballería. Bueno, yo voy a escribir algo que va a terminar con las novelas de caballería para siempre. En este sentido, Cervantes era un posmoderno como lo fue Rabelais. A veces, cuando leo literatura contemporánea siento que hay una gran masa de textos que apuntan todos a lo mismo, incluso desde el punto de vista del lenguaje, como si fuera un gran texto mainstream que funciona como una cinta de Moebius sobre las mismas temáticas y estilos. Lo que yo le quiero ofrecer al lector es otra cosa.«

Uno de los tantos títulos de Leteo.
El viaje y la edición

Dice el editor: «Hay un cuento jasídico que narra la historia de un rabino de Lodz, que vivía en un ghetto muy pobre, y sueña tres noches seguidas  que tenía que viajar a Praga y que allí, debajo del Puente de Carlos, encontraría un tesoro. Viajó a Praga, pero el puente estaba custodiado por soldados y no se animaba a bajar por miedo a que le preguntaran qué buscaba. Entonces se quedó todo el tiempo sobre el puente hasta que un oficial le preguntó qué hacía. El rabino le contó el sueño. El oficial le dijo: ‘hombre, usted es un rabino, cómo puede creer en un sueño. Yo he soñado que detrás de una estufa de Lodz había un tesoro y mire si iba a ir a Lodz a buscar una estufa’. El rabino le dio la razón, volvió a Lodz, desarmó la estufa de su casa y encontró el tesoro. Sin ese viaje supuestamente inútil, jamás lo hubiera hallado. Algo así es la literatura. Vivimos cerca de tesoros que no conocemos. En este sentido, asumo también la edición como una suerte de viaje que no nos promete nada más allá del goce del viaje en sí mismo». 

 

Libros de la editorial Leteo.
El texto y el pretexto

«Las nuevas tecnologías –dice Kupchik– son una herramienta maravillosa pero también entrañan un peligro. El texto termina siendo un pretexto en el que lo importante es el «link», con qué conecta, a qué te lleva.

Eso atenta contra el propio lenguaje, como lo vemos a diario en los medios de comunicación. El otro día vi a dos periodistas televisivos. Uno de ellos trataba de explicar un proceso y el otro le decía «no me expliques, tirame un título», como si en cinco palabras se pudiera decir todo lo que se quería expresar.

Hay que desarrollar un sistema de pensamiento sobre el que actuar reflexiva y críticamente, pero con las nuevas tecnologías se atenta contra eso y la literatura no está exenta de ese peligro.

Hace poco vimos una campaña que decía ‘leer es perder el tiempo’. La llevaba a cabo un diario. Si esta es la nueva consigna, qué queda para los libros. Para qué vamos a leer ya no digo Guerra y paz, sino un libro de 200 páginas, si leer es perder el tiempo.

Yo quiero que el texto sea el pretexto, sí, pero para ubicar al lector frente a un abismo, frente a un precipicio a partir del cual hay que tomar determinadas decisiones. Eso fue James Joyce y lo fueron todos los grandes escritores de la literatura universal».