En el título mismo de la última novela de Damián Huergo, La ley primera (Tusquets), está cifrado el concepto de su escritura. Toma una frase del libro de los libros de la literatura argentina, el Martín Fierro, es decir, una ficción, para contar hechos ligados a su vida «real». Esta actitud lleva a formularse diversas preguntas: ¿qué es la vida real?, ¿una serie de hechos incontrovertibles?, ¿un relato que al narrarlo necesariamente se transforma en ficción?, ¿qué tipo de materia es la realidad que no puede aprehenderse si no es a través de un relato ficcional?

El narrador que Huergo pone en escena para hablar de la historia de un hermano mayor adicto, de su larga internación en una granja de recuperación con una mística cuasi religiosa y una disciplina militar, puede confundirse con el autor, pero no lo es aunque cuente hechos «verdaderos». Es, como todo  narrador, un ser construido enteramente de palabras al igual que el resto de los personajes, incluso si hay coincidencias  de historias y de nombres que existen fuera del relato. Pero esto plantea otra pregunta paradójica: ¿existen o de qué modo existen los seres y los hechos fuera de un relato, ya sea que este se haga en nombre de la verdad o en nombre de la ficción?

Paradoja de paradojas, toda novela es autobiográfica, aunque no mencione hechos reales de la vida del escritor. A la vez, ninguna novela lo es, aunque sí los mencione. Es que la ficción se maneja fuera del ámbito de la verdad, en un espacio que tiene su propio estatuto de lo cierto. Las series o los libros que especifican «basado en hechos reales» solo utilizan un torpe argumento de venta. Lo importante no es si los hechos narrados sucedieron o no, sino si la literatura, si el autor, han sabido volverlos verdaderos. Y, en este sentido, La ley primera es una novela verdadera.

–¿Cuál es el mayor desafío que te planteó este libro?

–Me costó mucho encontrar el tono. Intenté contar la historia desde otros puntos de vista, desde otras voces narrativas y, en un momento, hice una continuidad con un relato que trabajé en un libro de cuentos que se llama Viajes con Atilio, me dije «esto va por acá» y seguí contando la historia con ese mismo tono.

–Atilio es tu perro, ¿no?

–Sí, lo tengo aquí al lado mientras hablo.

–Tu novela tiene elementos autobiográficos. ¿Pero el relato biográfico no es también ficticio? ¿Existe un relato que no sea ficcional incluso cuando hable en primera persona de algo que realmente sucedió? Quizá no haya nada más ficcional que una biografía.

–Te agradezco mucho esa lectura porque uno de los temores que teníamos con Paola Lucantis (editora de Tusquets), era que las lecturas de la crítica y de los lectores fueron solamente por el lado de lo testimonial que es un género que está girando mucho últimamente. Pero hablando con Paola y con amigos llegamos a una conclusión medio paradojal.

–¿Cuál?

–Que vivimos en una época en la que los grandes discursos de la verdad están puestos en duda. El discurso médico, científico, ha sido puesto en duda durante la pandemia. El discurso político es puesto en duda de manera constante. Se vio en todas partes cómo a la vicepresidenta le pusieron una pistola  en la cabeza y hubo gente que dudó de eso. Todos los discursos de la verdad están puestos en duda, menos, en algunos casos, los de la ficción. Muchas veces se los toma como algo verdadero. Aquí hay una paradoja de época y creo que la novela discute mucho eso e intenta darle una vuelta a esa paradoja. Por eso dice en alguna línea cosas como «la familia que vengo inventando». En un libro de cuentos anterior que se llama Biografía y ficción el padre muere en tres cuentos diferentes. Eso es un ejercicio que tomo de Aurora Venturini, que cuando contaba la muerte de su papá lo hacía de tres modos distintos. El título de la novela apareció hacia el final y, tal como decís, terminó de darle forma a la idea de que la novela que escribí es un pacto narrativo en el que se parte de elementos biográficos, el narrador tiene el mismo nombre que el autor, pero todo lo que sucede en la novela no deja de ser ficticio. Hay un suelo biográfico de largada, pero luego es la ficción la que ofrece posibilidades paralelas, o biografías paralelas de lo que pasó con esas vidas.

–García Márquez dijo que nuestra vida es el relato que nos hacemos de ella. Pero ese relato no es siempre el mismo, nos lo contamos de diferentes formas según el estado de ánimo y las circunstancias. ¿Coincidís?

-Sí, coincido. Yo soy lector de todos los géneros. Si bien por lo general escribo en primera persona y hago «realismo», por ponerle una etiqueta al paso, leo novela gótica, policial, etcétera. Creo que esta novela tiene varios elementos de esa gran caja de herramientas de géneros que posee la literatura. Toda la primera parte del altillo la leo como algo de La casa embrujada, algo gótico, de fantasmas que aparecen y desaparecen. También hay algo de la novela policial, porque hay un enigma a resolver que es la relación que hay entre los hermanos. A diferencia de los detectives racionales, los míos son detectives emocionales y desesperados. Además, hay algo de la novela de aventuras y al final, con lo que sucede en la mina, algo de la novela apocalíptica. La segunda parte, en cambio, tiene elementos de periodismo narrativo representado por los testimonios de quienes visitan la granja.  Aunque son testimonios de ficción, hay algo de uso del periodismo narrativo y de ese lenguaje captado por mí como autor por estar habitando mucho en esos espacios. Quizá no esté el hecho, pero sí las sensaciones de los lugares donde uno estuvo, esas memorias de lo real. Muchas veces te queda una sensación de lo que viviste, alguna voz, algunos olores. Con todos esos elementos se fue armando esta ficción.

La portada de la nueva novela de Huergo.

–En un momento de la novela el narrador dice: «Cuando Sebastián y Murdok se depertaban, la fila de carros todavía estaba ahí». Es una alusión directa al famoso microrrelato de Monterroso: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba ahí». ¿Una intromisión directa de la ficción?.

–Sí, la pensé en base a eso y luego el corrector de la editorial me la quería corregir. Y ya no recuerdo si la corregí o no porque en el ida y vuelta de las pruebas de galera se armó una especie de debate. Eso lo hice de forma muy consciente. El dinosaurio era como el elefante que estaba dentro de la casa y que va a seguir estando dentro de los personajes todo el tiempo, no es algo que pueda quedar en el pasado porque los acontecimientos tan delicados que vivieron los transforman y los construyen en el presente. Por eso la cita de la filósofa María Garcés del acápite.

–Justamente te la iba leer. Dice: «Yo no sé dónde empieza mi voz y acaba la de los otros. No quiero saberlo. Es mi forma de agradecer la presencia en mí de lo que no es mío». ¿No es eso una definición de lo que es la literatura?

–Exactamente. Es eso. El autor y el narrador son las voces que lo rodean. Incluso hay una idea de subyace en el texto y es que adictos son todos, no solamente Sebastián. Lo mismo pasa con el escritor. Hay algo que se arma desde lo colectivo, aunque después los actos los vayan llevando a cabo diferentes individuos. Esos actos son productos del ambiente familiar.

–Creo que la realidad está sobreestimada. Para promocionar una serie o una novela suele decirse «basada en hechos reales». ¿Pero cuáles son los hechos reales?

–Esa es una de las cuestiones que discute la literatura del yo cuyos recursos utilizo, pero  una de las cosas negativas que le encuentro es el hecho de confundir una anécdota, un testimonio con un artefacto narrativo, no darle carnadura ficcional a lo sucedido y el hecho de pensar que porque pasó algo, eso ya es suficiente para hacer un libro, para contarlo, para exponerse. Entonces a ese hecho se le saca toda la fuerza que le puedan aportar los recursos de la ficción.

–Incluso en los libros que son absolutamente testimoniales, los recursos ficcionales son importantes. Ángela Pradelli escribió un libro en el que recoge el testimonio que antes de morir había grabado un soldado de la Segunda Guerra Mundial y un testimonio de un excombatiente de Malvinas. Ella dice que si no hubiera trabajado literariamente esos testimonios, no tendrían la fuerza que tienen.

–Sí, acuerdo totalmente. Hay una serie de operaciones que hacer a partir de un testimonio, de la oralidad, desde la selección hasta la musicalidad del tono y muchas otras cosas. Pradelli fue mi primera maestra. Hace años hice un taller con ella y es alguien a quien quiero mucho. Creo que incluso un historiador transforma los testimonios. Quizá no los convierta en ficción porque tiene que tener la rigurosidad de la ciencia, pero siempre hay que darles un contexto, un dispositivo desde el cual ese testimonio va a ser reenunciado.

–Además, hay diferentes relatos sobre un mismo hecho, de acuerdo con las corrientes históricas. Incluso hoy se habla de cierta estética de las teorías científicas.

–Yo tengo una pata en la sociología y otra en la literatura. En la sociología, que es una disciplina científica, la verdad siempre tiene sus limitaciones, no es una verdad absoluta. Es siempre parcial, tiene que ver con el lugar desde el que se la enuncia.

–¿Cómo nació este libro, qué te lo disparó?

–Nace de un hecho biográfico relacionado con mi hermano mayor. Fue construido a partir de la circunstancia de la adicción. Había un dolor, algo a trabajar. A diferencia de quienes toman la escritura  como una forma de evasión o de refugio, para mí es una forma de problematizar las cosas que me pasan. Por eso el libro está lleno de interrogantes que se va planteando el narrador. Por ejemplo, las preguntas acerca de la tarea de la institución disciplinaria donde encuentra el único oxígeno que puede tener la familia frente al problema de la adicción de Sebastián. Discute también los recursos de la literatura del yo.

–Te iba a mencionar justamente eso y también el tema de la autoayuda, que creo que, justificadamente, tiene mala prensa, aunque puede ser una actitud prejuiciosa de mi parte.

–Creo que en lo que el narrador dice de la autoayuda el autor le hace una transferencia. En un momento me llegaron mucho unos textos de Bajo continuo que escribió Pablo Semán que es un sociólogo y antropólogo que leo bastante. Hayalgunos artículos en ese libro sobre la autoayuda. En ese momento se refería a Coelho y Bucay y también a las comunidades evangélicas. La mirada que tiene Semán es una mirada muy abierta al otro: ¿por qué leés ese libro?, ¿en qué te ayuda? Creo que son preguntas muy genuinas las que se hace y que son las que se hace el narrador. Si el narrador hubiera descalificado a una comunidad de rehabilitación o hubiera descalificado el hecho de que alguien que agita un libro de autoayuda podía ayudarlo en su situación familiar, esa situación no se hubiese podido desarrollar. Volviendo a las herramientas de la sociología y de la literatura, creo que son esas herramientas las que me permitieron habitar esos espacios. Si ganaba el prejuicio hubiese sido una disputa permanente. Imaginate un tipo que está en una reunión y dice «lo que están diciendo es una pavada porque la autoayuda alienta salidas individuales, etcétera, etcétera».  En esto ayudan la sociología y la literatura. Creo que una de las grandes virtudes que tiene la literatura es que cómo lectores nos vaciamos y entramos al mundo que nos propone  un libro, a sus personajes y de ese modo nos relacionamos con vidas ajenas. En eso me considero pigliano, creo que las lecturas nos acompañan a habitar el mundo real.

Puentes entre la Realidad y la ficción en la novela de Huergo.
El gran elefante rosa

«Los problemas de adicción como el que sufre el personaje de Sebastián –adicción es la imposibilidad del lenguaje, la imposibilidad de decir– son el gran «elefante rosa», perdón por utilizar esta figura tan tradicional, que tenemos en nuestra sociedad hiperproductiva», dice Huergo.

«Estas personas sin voz, caídas del mapa, estos pibes y pibas que andan por ahí son desechables. Los únicos que cargan con lo que les pasa son quienes tienen afecto por estas personas, pero a nivel social son absolutamente prescindibles. No entran en el mundo productivo en el que vivimos día a día. Por eso, en el universo de profesionales de clase media que va construyendo en su pequeña vida familiar, el narrador no encuentra con quién conversar este tipo de cosas. Entonces va armando diálogos con gente al paso, al punto que está dando una clase en Chaco y encuentra una «hermana de problemas» que le cuenta, por ejemplo, que su papá está internado. Ahí se produce una cercanía que no encuentra con otras personas».

 

De Letras a Sociología

–Comenzaste estudiando Letras y te pasaste a Sociología. ¿Por qué?

–Tengo dos o tres imágenes del pasado de por qué tomé esa decisión. Desde muy chico me gustó leer y escribir, si bien no vengo de una familia de lectores. Mis padres tenían una empresita de volquetes. Pero hubo distintos referentes que me fueron acercando a diferentes cosas, como un excuñado, por ejemplo. A los quince años comencé a leer  y a escribir poemas que, por suerte, no volví a leer (risas). Por eso estaba convencido de que Letras era lo mío. Recuerdo la primera clase de un profesor de griego, un crítico muy bueno de La Plata que puso en el pizarrón algo así como «Acá no formamos escritores». Fue muy fuerte para mí. A medida que avanzaba en la carrera, me fui dando cuenta de que se formaban críticos o docentes. Además, ingresé después del 2001, mi pasaje a la vida adulta comenzó en el momento en el que el país se derrumbaba. Y eso, como a muchos de mi generación, me sacudió. Sentí que la carrera no me ayudaba a hacer una lectura de la situación social. Descubrí la disciplina sociológica estando en Letras y pensé que me iba a aportar mucho más para la literatura que quería hacer. Me gustaba mucho Fogwill y lo que había hecho el grupo Contorno. Me sentía en ese lado de la escritura, pensé que era más cercano a mis intereses político-sociales. Por un tema familiar me mudé de La Plata a Buenos Aires y con el cambio de universidad hice también el cambio de carrera. Un amigo rosarino dice que mi proyecto de escritura está entre la sociología y la ternura (risas).