El 6 de julio de 1914 la poeta Delmira Agustini fue asesinada por quien fuera su marido, Enrique Job Reyes, de quien se había separado recientemente pero con el que seguía manteniendo una relación sentimental. Ella tenía apenas 27 años y él, 28.

La primera plana de los diarios anunció: “Crimen pasional” como se denominaba hasta hace pocos años al femicidio. Reyes había sido su novio durante cinco años, su marido por poco menos de dos meses, y su amante luego de la separación legal que le había sido otorgada el 5 de junio,  mientras se tramitaba el divorcio. La prensa también utilizó la palabra “tragedia” luego de que ambos cadáveres fueran encontrados en la habitación de la calle Los Andes que había alquilado Reyes luego de la separación y en la que la había citado el día que la asesinó.

Poco después de su efímero matrimonio, ella había vuelto a la casa de sus padres e intercambiaba cartas con el poeta Manuel Ugarte, escritor y político argentino con quien mantuvo una relación amorosa.

A pesar de su juventud, Delmira era ya una figura reconocida. Había publicado hasta el momento El libro banco (1907), Cantos de la mañana (1910) y Los cálices vacío (1913), pero tenía una gran cantidad de cuadernos con trabajos inéditos. Desde1902 había comenzado, además, a publicar sus poemas en La Alborada.

En 1912 Delmira  era ya una figura hispanoamericana de la literatura. En ese año conoce al gran poeta  Rubén Darío, considerado el máximo exponente del modernismo en lengua castellana, a quien veneraba y con el que entabló una relación epistolar. La obra de Agustini tenía una influencia directa de la poesía modernista de Darío, aunque varios autores consideran que, si bien en una primera etapa hubo en ella casi una imitación devocional de esta corriente, su personalidad poética logró imponerse  hasta encontrar un lenguaje y un tono propios.

Otra gran poeta uruguaya, Idea Vilariño, describe su poesía  así: “Hay, en los tres libros que publicó, una progresión en todo sentido: en la calidad poética, en la hondura de su experiencia, y en las maneras intensas y desnudas de decirla. Pero como no hay antecedentes en la poesía previa, y como allí estaba Darío, admirado y amado, podemos considerar la hipótesis de que sus transgresiones, las libertades que se tomó para expresar su erotismo, las osadías de su escritura, fueron en cierto modo posibles por aquel erotismo y por aquellas osadías, aunque fueran muy otras. O tal vez fue más bien una actitud, una libertad, lo que el gran poeta hizo posibles. Una libertad difícil, si se consideran las circunstancias, el rechazo a que se exponían sus versos en aquella sociedad convencional, de lecturas pocas y púdicas. Sin embargo ni personal ni literariamente parece haber existido tal rechazo.”

Y agrega sobre su personalidad: “Esta mujer, de algunas de cuyas fotos emana una sensualidad tremenda, desde las cuales nos enfrentan un cuerpo y unos ojos con una carga de erotismo que sobrecoge, debió avasallar a sus sobreprotectores padres. Su celosa y neurótica madre, su buen padre que copiaba con letra cuidadosa los desordenados borradores de «la nena», y que tomó buena parte de las fotos, no parecen haber sospechado a esa leona. Zum Felde, entre otros, afirma que en presencia de la madre, Delmira se mostraba como hija recatada y ejemplar, pero que cambiaba de actitud en cuanto aquélla abandonaba la sala. Pero, aun así, ambos padres fueron testigos de ese cuerpo, de ese rostro, de esos ojos, de esos versos. Estaban ciegos o eran de una inocencia sin límites, cosa que, por lo que cuenta, asqueado, Reyes de los consejos anticonceptivos que recibió de Doña María Murtfeldt en su noche de bodas, parece difícil de creer.”

Delmira, nacida en una familia burguesa, creció “protegida” por la crisálida paterna y materna al punto de que no fue enviada a la escuela, sino que recibió una esmerada educación, pero sin salir del encierro de su casa. Si bien era común en aquella época que las mujeres vivieran recluidas entre las cuatros paredes de su hogar, en ella esos muros fueron un trágico e inútil dique a sus pasiones y capacidades. A los cinco años, se dice, leía y escribía de corrido y muy tempranamente mostró una singular inclinación por la poesía.

Su enorme carácter y su talento no lograron, sin embargo, romper el cerco virtual que le impedía la libertad total. Si en algún lugar fue enteramente libre fue, quizá, en sus poemas. No pudo, sin embargo, evadir la trama folletinesca que rodeó su vida, en la que experimento relaciones y pasiones necesariamente clandestinas debido a la situación de la mujer a principios del siglo XX, la época en la que le tocó vivir y también morir víctima de un hombre que quería “tenerla” a cualquier precio.

Considerarla una mujer “excepcional” tiene un sentido engañoso. Es cierto que fue excepcional en su poesía que supo saltar los prejuicios de la época. Pero considerar “excepcional” su derecho a la pasión y a la libertad sexual fue una forma de decir que esta mujer no pude ser tomada como la representación del género femenino, el que debía sujetarse primero a la autoridad paterna y luego a la de su esposo. En este sentido, su poesía fue un intolerable canto a la desobediencia. El erotismo del que habla Idea Vilariño era una afrenta directa a los prejuicios que regían sobre el lugar de la mujer. Su asesinato, a su vez, por lo menos en su época, también fue usado como una forma de eclipsar su obra y usado a modo de ejemplo disciplinatorio  femenino como el final inexorable de quien no se aviene a lo establecido.

Dice de ella Eduardo Galeano en Memorias del Fuego: » Publican los diarios uruguayos la foto del cuerpo que yace tumbado junto a la cama, Delmira abatida por dos tiros de revólver, desnuda como sus poemas, las medias caídas, toda desvestida de rojo: -Vamos más lejos en la noche, vamos…Delmira Agustini escribía en trance. Había cantado a las fiebres del amor sin pacatos disimulos, y había sido condenada por quienes castigan en las mujeres lo que en los hombres aplauden, porque la castidad es un deber femenino y el deseo, como la razón, un privilegio masculino. En el Uruguay marchan las leyes por delante de la gente, que todavía separa el alma del cuerpo como si fueran la Bella y la Bestia. De modo que ante el cadáver de Delmira se derraman lágrimas y frases a propósito de tan sensible pérdida de las letras nacionales, pero en el fondo los dolientes suspiran con alivio: la muerta, muerta está, y más vale así. Pero, ¿muerta está? ¿No serán sombra de su voz y ecos de su cuerpo todos los amantes que en las noches del mundo ardan? ¿No le harán un lugarcito en las noches del mundo para que cante su boca desatada y dancen sus pies resplandecientes?»