En 1977, Marco Bechis, quien en 1999 sería el director de Garage Olimpo, fue secuestrado por un grupo de tareas en la puerta del colegio Mariano Acosta, donde cursaba el profesorado para cumplir el sueño de ser maestro. Había vuelto de Italia tres semanas atrás. Su padre desempeñaba allí un alto cargo en Fiat.

Con 20 años, Bechis, que se había acercado al grupo Montoneros, fue a dar al campo de concentración Club Atlético. Allí fue torturado y sufrió los vejámenes de que eran víctimas todos los prisioneros. Sus padres viajaron de inmediato a la Argentina. Su padre le comunicó la situación a un grupo de empresarios y uno de ellos intercedió ante Suárez Mason. Bechis fue “blanqueado” y comenzó su periplo por distintas sedes policiales hasta que fue liberado y regresó a Italia.

Su breve permanencia en el centro clandestino lo marcó para siempre. Desde entonces se debatió entre la figura de la víctima heroica y el traidor que había sobrevivido mientras sus compañeros habían muerto.

Dio cuenta de esta experiencia en el cine y ahora lo hace a través de un libro, La soledad del subversivo (Adriana Hidalgo). Por ese relato desfilan figuras como Juan Gelman, Adolfo Pérez Esquivel, Franco Macri y el torturador Julio Simón, conocido como “el Turco Julián”.

Es particularmente difícil y, a la vez, iluminador, leer esta narración hoy, en la Argentina donde hay quienes ponen en cuestión la democracia misma.

-¿Cómo definirías genéricamente La soledad del subversivo? La lectura cambia según se la considere una crónica o una novela.

-Yo tengo una idea de lo verídico que tiene que ver con la crónica de los hechos reales. Vengo del cine, por lo cual creo que un documental es arbitrario porque, cuando filmo la realidad, yo decido lo que incluyo, lo que edito, lo que omito, lo que dejo en off. El trabajo de un artista es siempre subjetivo. Esto se puede llamar novela, novela autobiográfica, crónica y, de hecho, siempre es algo subjetivo. ¿Cómo lo encuadraría? Como mi visión subjetiva de lo que me pasó,  al relatar lo que recuerdo hoy de aquel entonces, omitiendo arbitrariamente cosas que no recuerdo o no me interesa contar. Esa visión subjetiva tiene la forma de la autobiografía. Está escrita en primera persona y en presente, lo que fue  un límite interesante para alguien que no escribe de manera habitual: si estoy en la mesa de torturas no puedo contar lo que va a pasar después. Lo mismo pasó con Garage Olimpo.

Todo relato es subjetivo.

-Claro, las Memorias de Adriano (de Marguerite Yourcenar) están escritas en primera persona y es evidente que eso no es real.

-Yo me refería a la veracidad de los hechos.

-En Garage Olimpo, que es ficción, me basé en una investigación que hice sobre lo que había pasado en Argentina, no sobre mi historia personal que era episódica. Sobre eso intenté  una forma y una construcción productiva cinematográfica completamente nuevas. Como cuento en el libro, los actores no tenían el guión y en los que representaban a los militares traté de evitar que tuvieran carisma para que no se produjera la identificación con el malo. El Padrino es un ejemplo de una muy buena película, pero no es una película sobre la mafia. Me plantee que tenía que hacer un documental, pero no había imágenes documentales como no las hubo de Auschwitz  ni de la ESMA. ¿Cómo hacer que pareciera un  documental? A través de la forma en que trabajé con los actores, con la imagen. No es una casualidad que después de 23 años la película siga estando bastante presente. Yo la muestro en escuelas en Italia,  en Francia… Es como si fuera una película de hoy. Eso tiene que ver con el lenguaje. Como todo artista, estoy muy atento a él. Entonces, cuando se planteó el tema de cómo escribir el libro me pregunté qué lenguaje usar y me puse ciertos límites como el de usar la primera persona y, al mismo tiempo, me pregunte qué era lo que iba a contar. Sería la voz en off de los personajes. En una película están en un ambiente, en un espacio y a mí lo que me interesa filmar es ese espacio entre las personas y las cosas, no la persona como en una telenovela o el espacio como en una película rarefacta de Antonioni. El lenguaje cinematográfico está hecho de silencios, de omisiones, de off. La novela o la crónica son lo contrario, son lo que rellena ese vacío.

Foto: Diego Martínez

Con Garage Olimpo le pusiste imágenes a una experiencia que para vos fue primordialmente auditiva y olfativa, porque temías los ojos vendados.

-Fue hacer un documental de algo que no se sabía cómo era. Por supuesto que tiene que ver con mi experiencia aunque no cuente mi propia historia, ya que yo estoy aquí y el personaje no vivió, murió en el mar. Aunque casi terminé yo también en el mar cuando filmando dentro del avión me asomé y vi el vacío. Mario Villani (sobreviviente de cuatro campos de concentración durante la dictadura argentina), que durante la filmación estuvo  al lado mío, me dijo cuando terminamos: “Marco, te tengo que decir que para mí, estar filmando allí adentro fue como volver a entrar al campo”. También para mí fue así. Eso me dio la pauta de cómo habíamos construido ese universo. Durante la filmación estábamos encerrados en barracas. Salíamos a comer afuera y decíamos que filmábamos una comedia porque estábamos en plena amnistía y afuera podía haber represores.

Y te encontraste con uno de tus secuestradores.

-Sí, lo encontré al Turco Julián sentado en un bar tomando café.

-¿Cómo fue el proceso de escritura?

-Primero lo escribí de manera cronológica. Luego, Dayín, que había sido mi novia en la época en que me secuestraron y que estuvo presente en ese momento, lo leyó y me dijo que creía que tenía que empezar por el relato de mi secuestro. Me pareció brillante. Si hubiera comenzado por mi infancia, no habría sido lo mismo. Tenía que comenzar por el secuestro, ése era mi tiempo presente porque ése era el trauma, la catástrofe. Mucho antes había sucedido la muerte de mi hermano siendo un niño, pero ése es otro tipo de trauma. Ahí hay una historia que cuento en el libro. Eso me obligó a preguntarme si mi historia, incluida la muerte de mi hermano, habría sido la misma si no hubiera sido secuestrado. La respuesta es no. Por eso el personaje recuerda lo que le pasó antes, va desde sus 20 años hacia atrás, porque está tratando de entender cómo llegó a ese punto.

De alguna manera, repetiste la historia de tu hermano porque tus padres sólo dijeron que Robertino no iba a volver más, como si hubiera desaparecido. El texto está construido sobre ese tipo de asociaciones.

-Sí, absolutamente. Mis padres nunca mencionaron la palabra muerte. Esa es la raíz de la cuestión. En vez de contar qué malos eran los militares, cosa que es obvia, era más interesante ver con qué inconsciencia yo llegué a ese punto. Cuando el novio de Muñeca me cuenta que la secuestraron, tendría que haberme tomado un colectivo hacia Ezeiza e irme. Pero volví a mi vida normal como si no me pudiera pasar nada. Él me contó que habían allanado la fábrica donde yo había trabajado y en la que en ese momento trabajaba él. A los dos señores judíos que eran dueños les dijeron que tenían un terrorista trabajando allí. Era fácil intuir que dijeron que no sabían nada, que lo había recomendado la persona que trabajaba antes. Yo me había cruzado con uno de los dos dueños en el Mariano Acosta porque su hija estudiaba ahí. Posiblemente, fue un poco más allá y dijo que me había visto en ese lugar. Hubo una serie de cosas que yo podría haber pensado en diez segundos, pero no lo hice. ¿Por qué? Ante esta pregunta es que analizo los motivos más profundos.

Esa inconsciencia la extendés a la lucha armada de Montoneros. Incluso hablás de Juan Gelman, con quien te entrevistaste en Italia, como de alguien que le pidió  al chico de 20 años que eras que hiciera  algo que le podía costar la vida. ¿Fue así?

-Lamentablemente, sí. Cuando me planteó qué tenía que hacer, me lo dijo casi sin mirarme, como un jefe le dice algo a un subordinado. Esa fue la lógica verticalista que yo critico en el funcionamiento de esa organización. El sistema de relaciones tenía mucho más que ver con la lógica militar clásica que con un grupo revolucionario que se planteaba el Hombre Nuevo. Yo había crecido políticamente en Italia en ambientes movimientistas donde se discutía de feminismo, de la crisis del hombre como patriarca, de las drogas, del sexo libre. Pero aquí me dijeron «eso no nos interesa, estamos frente al enemigo y tenemos que estructurarnos para defendernos. Aquí hay una jerarquía que hay que respetar, tenés que obedecerle a éste y a éste», no importaba el nivel cultural que tuviera. Nadie eligió a los jefes, no hubo una democracia interna. Gelman evaluó que yo tenía pasaporte italiano y “estaba limpio”, como se decía en la época. Para hacerle un favor a mi amigo Lolo yo había llevado a Italia unos rollos de fotos como para decir que había hecho algo. Yo mismo los revelé. Era un número de una revista montonera ridícula en la que se hablaba de victorias y atentados, aunque ya estaba todo destruido. Al llevarlos corrí un riesgo, si me los encontraban estaba frito. Gelman me dijo que pensara lo que me había propuesto seguro de que yo le iba a decir que sí. Al día siguiente volví y le dije que no, que quería ser maestro primario para enseñarles a los pueblos indígenas. Pensé que iba a entender, pero no fue así. Se enojó, ni me saludó y se fue. Como cuento en el libro, me dijo «muchos compañeros están muriendo y vos no hacés nada» o algo así. Cuando volví a Argentina me abrí más aún del grupo, pero ya me estaban buscando.

-Ya “blanqueado” te encontrás con Pérez Esquivel.

-Sí, fue la primera persona no policía que encontré al salir del campo. En Coordinación Federal me meten en una celda, me sacan la venda y me pongo mirando hacia la pared, acostumbrado a que no tenía que ver a nadie y los policías jóvenes que me llevaron se empezaron a reír y me dijeron «te podés dar vuelta, pibe» y se fueron dejando la puerta sin llave. Al rato, se abre la puerta y yo no miro como tenía que hacer en el Club Atlético. Quien entró me dijo «no soy policía» y me pasó un vaso de mate cocido. Se dio cuenta de dónde venía. Era Pérez Esquivel. Él gestionó que me dejaran la puerta abierta porque no había nadie y estaba todo cerrado alrededor. Nos pusimos a conversar. Yo tenía hambre. Me habían dejado un balde con un pulmón hervido. La chicana era esa. Por suerte, él me dio media milanesa porque a le llegaba comida desde afuera. Decía todo el tiempo que los militares estaban locos pero que los de Montoneros, también. Creo que lo torturaron. En el traslado de Devoto a la unidad 9, algo pasó, porque lo volví a ver de lejos una vez y le había cambiado la cara. Lo encontré tiempo después fuera de allí y me reconoció. Le habían llegado versiones de que mi padre había pagado para que me liberaran, pero no había sido así.

Foto: Diego Martínez

-Tu declaración posterior ante los tribunales argentinos, la ensayaste, te hiciste filmar, la escribiste. Muchas veces mencionas la palabra «teatral». ¿Por qué?

-Porque por haber estado en otros juicios me quedaba clarísimo que era una representación y tenía que actuar de la manera más eficaz sin quebrarme, sin caer en victimismos, sin llorar, sin mandar a la mierda a los que estaban ahí. Tenía que estar controlado. Por eso me inventé el gesto de anotar en una hoja los nombres de los acusados, doblarla en cuatro y guardármela en el bolsillo con lentitud teatral. Fue como si los estuviera fichando a ellos, aunque no escribí nada, sólo garabatos. Para mí quebrarme hubiera sido una derrota absoluta.

Franco Macri, hombre de negocios

«De Franco Macri -cuenta Bechis- no voy a decir que éramos amigos, pero él viajaba a Milán y cuando me liberaron y regresé a Italia me quiso conocer. Para él yo era un bicho raro. Los empresarios  sabían algo de lo que estaba pasando, pero nunca visitaron un campo de concentración. No creo que Suárez Mason anduviera contándoles a sus amigos lo que hacían. Macri quería que le diera detalles un poco morbosos. Para él yo era como alguien que volvió de la Luna. Cuando le conté que había participado de la campaña que se hizo contra el Mundial 78 me dijo que entonces lo que me había pasado no me había servido de nada. Igual, cada vez que yo viajaba a Argentina, le hacía una llamada. La secretaria me decía que le iba a dar mis saludos y casi no lo vi más. En 2013 me invitaron a un cóctel en Roma para Mauricio Macri. Fui pensando en enviarle un mensaje a Franco. Me lo presentaron. Le pedí que le mandara saludos a su padre porque él había sido muy importante para mí y le conté la historia. Dio un paso atrás y me dijo: «De ahí no salía nadie. Tuviste mucha suerte”. Durante el resto del cóctel, cada vez que me acercaba a él se alejaba un poco como si yo fuera peligroso. Me miraba con preocupación. Yo era todavía un subversivo.»