Como si los cuentos fueran de un material poroso que permite que los personajes y los climas salgan como fantasmas del encierro al que los condena el género, los relatos de Todo lo que aprendimos de las películas (Páginas de Espuma) de la escritora chilena María José Navia no terminan donde se supone que terminan, porque sus personajes migran de unos a otros llevando a cuestas la atmósfera en que se desarrollan las historias.

Lectora y escritora voraz, la porosidad de las fronteras de sus cuentos parece obedecer a la idea de que el mundo entero es un inmenso texto cuyos límites no son reales, sino virtuales. Es así que, luego de leer Todo lo que aprendimos de las películas queda la sensación de haber hecho un viaje por un mundo diverso que, sin embargo, está unido por hilos sutiles que lo convierten en una unidad. Los personajes que lo habitan son mayoritariamente mujeres.

Además de esta migración literaria interna, hay otro elemento de cohesión que hace que los cuentos de su último libro respondan más al concepto de totalidad que de entidades aisladas y es la referencia directa o indirecta al cine, esa forma de escritura cuyo alfabeto es la luz, ese ritual comunitario va en vías de extinción que se lleva a cabo en una sala a oscuras en la que los espectadores sueñan y fantasean en comunión.

Una de las cosas que me hace más feliz en la vida –dice la autora en los agradecimientos del libro- es ir al cine. La pandemia me quitó eso y, aunque importa tan poco en relación al horror de estos tiempos de muerte e incertidumbre, es algo que eché mucho de menos. De ahí el título de este libro que es un reconocimiento a todas esas ficciones que nos rodean. Esas historias, esas escenas, esas líneas a las que volvemos. Esa familia de película(s). Esa educación sentimental.” 

El cuento, según dice la autora, es el género que mejor se adapta a su necesidad obsesiva de corrección. Pero quizá no sea esa la única razón de su preferencia. Sus relatos aluden a veces a algunas historias que nos contaban en la infancia. El cuento es una forma ancestral. En la niñez suele ser el preludio del sueño nocturno, la “vía regia” que nos lleva hacia otros mundos que están dentro del mundo. En tiempos inmemoriales de la humanidad fue la convocatoria a sentarse junto a la hoguera para ver cómo de las palabras del narrador nacían todo tipo de seres y de historias que se desvanecían en la claridad. Tal vez la luz de la pantalla sea la forma contemporánea de aquel fuego que hacía arder el verbo y lo investía de su potencia creadora.

Al igual que tu libro anterior, Kintsugi, también Todo lo que aprendimos de las películas es un libro de cuentos que conforman una unidad. No sé si decir que construyen una novela, pero no son cuentos sueltos, sino que tienen una integración. ¿Cuál es tu relación con el género cuento y a qué idea responde el hecho de trabajarlos de ese modo?

-Me gusta que digas que los personajes “migran de un cuento a otro”. “Migrar” me parece  un verbo muy lindo para usar en relación con mis personajes porque es como si viajaran. En mi imaginación aparecen y desaparecen, como si tuvieran algo de casa embrujada. El cuento es el género que más me gusta escribir. Soy muy maniática para corregir y su brevedad me facilita la tarea. Soy una gran lectora de cuentos y los que más me gustan dentro de las colecciones de cuentos son, precisamente, los cuentos conectados. Eso es algo que se ve más en la tradición del cuento en inglés que en español y yo soy también muy lectora de literatura inglesa y esa es una de las grandes influencias que tengo.

Foto: Isabel Wagemann

-Además, tenés una formación en esa lengua.

-Sí, tengo una formación en esa lengua, pero escribir  cuentos conectados no es algo que planifique. No es que me proponga escribir, por ejemplo, un libro de cuentos conectados en relación con una familia como la de Kintsugi, ni me proponga escribir una serie de cuentos conectados en torno al cine, como en este caso. Pero me sucede que una vez que ya llevo varios escritos varios relatos, me gusta comenzar a afinar las relaciones entre ellos. Lo que me pasó con Kintsugi es que, una vez que escribí el primer cuento, quise seguir sabiendo de mis personajes. Antes de eso, escribía un relato como si abriera una ventanita y la volviera a cerrar. No seguía pensando en él. No pensaba en qué les pasaba a los personajes después, cómo envejecían o cómo habían sido de niños. Pero esa vez sí y fui escribiendo relatos uno tras otro, hasta que se fue armando una estructura. Una vez con el libro completo afiné todo para que calzaran mejor las piezas. Lo mismo me sucedió con Todo lo que aprendimos de las películas: una vez que escribí cuatro relatos me di cuenta de que había elementos y personajes que se repetían y fui trabajando esas conexiones, jugando con ellas. Me gusta, además, que mis libros se relacionen unos con otros, que establezcan conexiones hacia adelante y hacia atrás, por lo que escribo varios libros a la vez.

-¿Qué escribías paralelamente a Todo lo que aprendimos de las películas?

-Una novela sobre El mago de Oz, sobre la producción de la película, sobre Judy Garland.

-Eso aparece en tu último libro de cuentos.

-Sí. Me interesaba espolvorear un poquito de lentejuelas rojas como las de los zapatos de Dorothy en la película, porque en el libro son color plata. En la versión cinematográfica los hacen rojos porque se iban a ver mejor en technicolor. El último relato de mi último libro de cuentos, “Calima”, termina con una mujer con un perro en un lugar en sepia que para mí es como el comienzo de la película El mago de Oz antes de que llegue el tornado y pase al technicolor. Trabajo muy minuciosamente en esas conexiones. Me gusta pensar que un cuento no termina en sí mismo, o que termina “por ahora”, pero que pueden aparecer pedacitos de él más adelante. Me divierto mucho haciendo esos juegos y me encanta cuando los lectores se dan cuenta y también cuando no se dan cuenta porque pienso que quizá más adelante les va a llegar esa revelación.

Los zapatos de Dorothy funcionan como una clave, porque tus personajes caminan a través de los cuentos.

-Me gusta esa conexión que marcas con El Mago de Oz. También la vio Rodrigo Fresán. En una columna que escribió para Página 12 dice que la relación de mi libro de cuentos con El Mago de Oz está dada a través de detalles, de cosas chiquitas y sutiles como el estar afuera, el no encontrar tu lugar que es también lo que tú dices. Llevo metida ya un par de años en ese mundo. Tengo distintas ediciones de pines de los zapatos de Dorothy porque me encanta la película. El libro de Lyman Frank Baum es una saga de 14 tomos. En la película ella vuelve a casa, pero en el libro se queda para siempre en Oz y manda a buscar a sus tíos. Me interesa la imagen de la chica que quiere volver a casa que, en realidad, no es cierta. Eso es algo sobre lo que exploro en la novela.

En tus cuentos los personajes son predominantemente mujeres. ¿Por qué?

-Me interesa explorar la vida de las mujeres. Eso aparece en todos mis libros. Si no son las narradoras, hay una tercera persona que está enfocada en ellas pero cada vez intento una pirueta ligeramente distinta. Esos son los mundos que me gusta investigar. En Todo lo que aprendimos de las películas me interesaba mucho que los personajes estuvieran en distintas etapas de sus vidas. También quería que aparecieran diversos cuerpos: cuerpos que incomodan, cuerpos que sangran, cuerpos que duelen, cuerpos que no pueden concebir. En un momento mi exploración del mundo de las mujeres pasaba más por meterme en sus cabezas. En este caso, me interesó que estuviera el cuerpo, la lengua con grietas. Me interesaba también abordar la relación con las amigas, salirme del esquema romántico para contar historias: la amiga que acompaña el embarazo, la cercanía con los vínculos tradicionales: casi parejas, casi familia, casi madres, casi padres… Es decir, “casi”, que no llega a ser del todo.

Foto: Isabel Wagemann

Decís que te gusta el cuento porque te permite trabajar obsesivamente sobre él. ¿Pero de qué modo escribís un cuento, cómo es el mecanismo?

-Mi método para escribir cuentos tiene dos partes. Hay una que es muy intuitiva y otra que es maniática y obsesiva hasta decir basta. Por ejemplo, no me siento a escribir un cuento hasta que no tengo la primera oración y la mantengo tal cual, no la modifico cuando estoy en el momento de editar, de corregir. Es algo que me lleva hacia adelante y sin esa primera oración no puedo avanzar. Cuando arranco a escribir a partir de esa primera oración es como si fuera manejando con neblina. Voy muy lentamente, veo poco hacia adelante. No sé cómo termina el cuento ni cómo voy a avanzar, no sé qué va a suceder y gran parte de mi gozo es descubrirlo. Finalmente, llego a puerto. Lo paso muy bien escribiendo. Lo disfruto  aunque esté escribiendo el cuento más triste del mundo. Disfruto mucho el proceso de escritura precisamente porque es un proceso de descubrimiento. Es como si dijera «oh, mira, apareció el mar».

-¿Es como si hubiera un texto escondido que vos tenés que descubrir?

-Sí, quizá sea así. Cuando tengo un primer borrador lo que hago es leerlo en voz alta y grabarlo en el celular. Lo voy editando a través de los días sin ver el texto en la pantalla, sino que lo voy escuchando cuando camino por la calle o estoy lavando los platos. Lo escucho muchas veces como si fuera  una canción y así me voy dando cuenta de si hay oraciones que no me gustan, palabras  que se repiten, momentos en que me distraigo o me aburro.  Luego vuelvo al texto escrito y cuando está completo comienzo a afinar los detalles, las conexiones entre relato y relato. Soy profesora de literatura, hice mis estudios de posgrado en literatura. Me acerco a la lectura con el gozo de una niña de tres años que está dibujando con crayones pero también con el ojo estudioso. Hay escritores que cuando escriben dejan de leer o incluso de ver películas para no contaminarse. Yo, en cambio, leo mucho cuando escribo. Si estoy escribiendo sobre cuerpos conectados, leo mucho sobre cuentos conectados y vuelvo a los libros que conozco y me encantan para ver cómo están hechos. 

Del cuento a la novela

¿Qué problemas se te plantearon al escribir  una novela como la referida al mago de Oz dado que el formato breve es para vos el más cómodo?

-Creo que lo más difícil fue darme cuenta de que mi método con el relato breve no funcionaba porque no podía grabar y escuchar 300 páginas. Cambiar de género ha sido también cambiar la forma de trabajar. Ya no se trataba, como en Kintsugi de cuentos que iban estableciendo relaciones como en una novela, sino realmente de una novela bastante larga. De todos modos, igual la disfruté, porque esa novela está referida a uno de los temas que me hace más feliz, que me proporciona una felicidad casi infantil.

-¿Y cómo hiciste con tu carácter obsesivo?

-Leí con obsesión de estudiosa todas las biografías y todos los libros acerca de Baum. También vi todas las películas posibles. Ese es mi modelo de trabajo y no lo puedo evitar. Es cierto que ya no pude grabar y escuchar muchas veces lo que había escrito, pero encontré otra forma de desplegar ese costado obsesivo.

El cine como educación sentimental

¿Qué significa para vos el cine?

-Es algo muy nutritivo para mí, es parte de mi día a día, de mi cotidianidad. Miro muchas películas en la semana y, además, me gusta ir al cine. Siento que allí están las ficciones que te rodean y te definen.

En el prólogo de Todo lo que aprendimos de las películas decís que es parte de nuestra educación sentimental. ¿Por qué lo crees así?

-Porque en el cine vemos el beso antes de que nos den el primer beso, vemos un funeral quizá antes de la muerte de un ser querido. Las lentes del cine ya se enfocaron antes sobre las cosas que nos suceden. Eso te provoca expectativas, te ilusiona y también te rompe el corazón. El cine es parte importante de quienes somos. Todo lo que aprendimos de las películas lo escribí en pandemia, cuando nos quitaron el cine. Yo llegué a temer que se acabara y lo puse en uno de los cuentos. Mi libro es un homenaje a esa presencia constante y cotidiana en nuestras vidas. No es un libro erudito Es, como dije, un homenaje a la película de la infancia, a la que te ayuda a pensar tu realidad y también al cine como un espacio físico de refugio. Durante el año que duró el encierro de la pandemia, además, todos nos volvimos películas para los demás. Sólo nos veíamos a través de pantallas.